La persona con la bomba manda

Por David Gordon. (Publicado el 4 de mayo de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4271.

[Bomb Power: The Modern Presidency and the National Security StateGarry Wills • Penguin Press, 2010 • 278 páginas]

 

No esperaba escribir una crítica favorable a un libro de Garry Wills. Éste cambió de rumbo bastante pronto en su trayectoria de una estrafalaria forma de conservadurismo a un izquierdismo ramplón. En su A Necessary Evil, atacaba la idea de que el gobierno sea intrínsecamente malo: la sociedad, se apresuró a asegurarnos, no podría funcionar sin el Estado. Sólo los fanáticos no reconocerían que el capitalismo de mercado depende para su existencia de esta vital institución. Y el estado norteamericano no debe limitarse mediante nociones anticuadas de federalismo. Después de todo, afirmaba, el gobierno federal creó los estados y no al contrario.[1]

Las posiciones previas de Wills sobre una historia patas arriba no inspiraban confianza en su nueva obra, pero en este caso ha escrito un libro excelente.

En algunos detalles, Wills sigue manifestando sus prejuicios antimercado. Así escribe:

La [Segunda Guerra Mundial] reveló lo que podría llamarse “el sucio secretillo” del capitalismo estadounidense. El mito del capitalismo es que el libre mercado es el sistema más eficiente económicamente. Pero no lo es. La producción ampara y regulada gubernamentalmente es mucho más eficiente. Fue la Guerra, no el New deal, lo que acabó finalmente con la Gran Depresión. (p. 9).

Wills necesita urgentemente un curso de cura con la obra de Robert Higgs, empezando por Depression, War, and Cold War.

Pero en Bomb Power, Wills no va a alabar al estado norteamericano, sino a ponerlo en cuestión, al menos en un aspecto crucial. Afirma que el presidente ha usurpado el poder del Congreso, en buena medida por la discrecionalidad exclusiva del ejecutivo sobre el uso de las armas atómicas. ¿Cómo puede hablarse del Congreso como autoridad para declarar la guerra, si el presidente controla el “balón” nuclear?

El poder del control nuclear no se sostiene por sí mismo. Más bien forma el núcleo de un “estado de seguridad nacional” secreto en buena parte inmune al control del Congreso. A pesar la las claras palabras de la Constitución, la CIA y otras partes del estado de la seguridad nacional mantienen en secreto sus actividades frente al Congreso. Generalmente los presidentes emplean órdenes ejecutivas para dictar legislación y, desde Ronald Reagan, las cosas han ido empeorando. Los presidentes mediante las “declaraciones de firma” [“signing statements”] modifican las leyes que no les gustan.

Wills dirige la atención hacia un hecho chocante que ejemplifica lo lejos que nos hemos situado respecto de la interpretación tradicional de la Constitución. Hoy en día en bastante común calificar al presidente como nuestro comandante en jefe, pero, en contra de las afirmación de Dick Cheney y otros partidarios de la dictadura del ejecutivo, este título no les da ningún poder sobre los civiles. Más bien da al presidente el control sobre los militares, aunque no le confiere ningún rango militar.

El Presidente no tiene ningún poder como Comandante en Jefe, sobre ningún civil. Aún así es tan común la suposición de que sí lo tiene, que cuando yo [Wills] escribí un editorial en el New York Times diciendo que el presidente no es mi Comandante en Jefe, recibí cartas de protesta diciendo que estaba claro que no era un ciudadano de los Estados Unidos y debería abandonar el país. La lealtad al Comandante en Jefe hoy equivale a la lealtad al país, aunque esto sea claramente una forma de deslealtad a la Constitución. (pp. 47-48).

¿Por qué la gente piensa en el presidente como el comandante el jefe de todos? Wills vincula la mala interpretación al desarrollo de la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial. El extremado secretismo del proyecto llevó a lo que era en realidad un gobierno independiente, inmune a la supervisión del Congreso. El director del proyecto, el General Leslie Groves, que formó equipo inesperadamente con el físico izquierdista J. Robert Oppenheimer, desempeñó un papel esencial en este proceso:

Había que dar poderes extraordinarios a un hombre, fuera de los sistemas normales, para proceder a la creación y envío de las bombas. (…) Groves tenía carta blanca en la creación real y la puesta en práctica (…) estaba tan fuera de las reglas que el informe oficial del ejército en la guerra aérea no podía trazar una línea clara de responsabilidad para los bombardeos nucleares de las ciudades japonesas. Groves, la figura clave, estaba fuera de la cadena de mando militar. (p. 45).

Por supuesto, el fin de la guerra no acabó con el sistema secreto. Muy al contrario, la llegada de la Guerra Fría intensificó la creación de agencias independientes del Congreso y del control público.

El Estado de la Seguridad Nacional se formó por y para la Guerra Fría. Se modeló sobre entidades de la Segunda Guerra Mundial. (…) Se continuó e intensificó durante la guerra contra el terror, aún con más secreto, menos control del ejecutivo y proyectos como la tortura y la interpretación extraordinaria. Toda la estructura queda fuera de la Constitución. (p. 98).

Como consecuencia del control presidencial de las armas nucleares y las agencias secretas establecidas en la época de la bomba, el Congreso ha perdido su autoridad constitucional para declarar la guerra. En uno de los mejores pasajes del libro, Wills destroza los esfuerzos de John Woo por oscurecer el sentido propio de la Constitución.

John Woo, el jurista en que confiaba Cheney para justificar sus rarezas constitucionales, tenía que ocuparse de los derechos constitucionales del Congreso para declarar la guerra. (…) Lo hizo con una endeble fantasía semántica. Dijo que en el siglo XVIII, “declarar” no significa “iniciar” o “autorizar”  (…) [de acuerdo con Yoo] todo lo que el Congreso puede hacer en relación con la guerra [es] hacer público lo que está ocurriendo, una vez que el presidente la haya iniciado. Requiere una gran determinación ignorar la fuente y sentido obvios de la expresión “declarar la guerra” para hacer estos juegos de palabras con ella. (pp. 194-195).

En su defensa de la prerrogativa constitucional del Congreso, Wills hace una observación valiosísima. La Resolución de Poderes de Guerra (WPR, por sus siglas en inglés) de 1973, que obliga al presidente a someter sus iniciativas militares a la aprobación del Congreso, no debería considerarse un control a la usurpación presidencial. Lejos de esto, la resolución en realidad cede al presidente poderes que la Constitución no le autoriza a tener.

La WPR institucionalizó una autoridad compartida que niega la Constitución. (…) El “poder de guerra” no es una expresión que aparezca en la Constitución, y mucho menos los “poderes de guerra”, como algo a dividir entre el Presidente y el Congreso. (p. 195).

Pero esto no es lo peor. Desde Ronald Reagan, el presidente la reclamado el derecho a prescindir leyes correctamente aprobadas mediante las “declaraciones de firma”. La Constitución da al presidente el poder de vetar leyes, pero no le otorga el poder de firmar una ley y acompañarla con declaraciones de su intención de actuar como le plazca. “Desde cualquier punto de vista, las declaraciones de firma van claramente contra la estructura constitucional, en la que el legislativo hace las leyes y el Presidente las ejecuta”. (p. 221).

Wills ha construido una exposición formidable de que los recientes presidentes se han arrogado vastos poderes no contemplados en la Constitución. Tiene menos éxito en demostrar que este agrandamiento se ha producido principalmente por las armas nucleares y su correspondiente secreto. No hay duda de que la bomba ha aumentado el poder del presidente, pero la excesiva importancia que Wills atribuye a este factor le lleva a infravalorar la continuidad entre presidentes en el cargo antes de la era atómica y después de ella.

Así, minusvalora la conducta manifiestamente ilegal de Lincoln durante la Guerra Civil. Es verdad que Lincoln suspendió el derecho de habeas corpus cuando la Constitución no le daba poder para hacerlo, pero actuó, nos dice Wills, con mucha cautela:

Los Presidentes recientes han defendido su propia práctica de escape al emitir órdenes ejecutivas usando a Lincoln como precedente. Su situación era única (nuestra única gran insurrección nacional) y tuvo cuidado de limitar sus acciones a una ley marcial parcial. (p. 132).

También Wills menciona que Franklin Roosevelt internó a los ciudadanos estadounidenses nipones mediante una orden ejecutiva, pero asimismo lo despacha como algo menor en comparación con lo que ha ocurrido desde 1945. Pero los presidentes de la era postnuclear declaran, exactamente como hicieron Licoln y Roosevelt, que en tiempo de emergencia deben actuar para salvar a la nación.

Más aún, aunque Roosevelt, en contraste con su sucesor Truman, buscó una declaración de guerra del Congreso, actuó en el periodo precedente a Pearl Harbor de una forma pensada para provocar un ataque japonés.[2] Dada la provocativa diplomacia, la declaración de guerra fue una mera formalidad. Y esa conducta no se inició en Roosevelt: James Polk demostró mucho antes que a un presidente decidido a ir a la guerra no le faltan recursos para garantizar ese objetivo. Repetimos que la obtención de la bomba atómica no marcó ningún corte radical en la historia del agrandamiento del poder presidencial.

Podríamos hacer otra objeción a Wills, pero en este caso creo que tiene recursos para superarla. Supongamos que se restituya al presidente a su papel constitucional apropiado y que su usurpación del poder termina. El Congreso tendría entonces el poder exclusivo de declarar la guerra y sus leyes no podrían incumplirse mediante declaraciones de firma. Estaríamos entonces en manos el Congreso, ¿sería mejor? ¿No puede haber una dictadura del Congreso igual que una del presidente?

El acuerdo constitucional está lejos de ser perfecto. Pero, al menos si se obedecieran sus provisiones, habría una barrera sobre el gobierno arbitrario y secreto de una persona. La dictadura de un bloque en el Congreso, espero, es difícil de establecer. Esperar más que eso de esta forma de ejercicio gubernamental del poder sería una locura.

 

 

David Gordon hace crítica de libros sobre economía, política, filosofía y leyes para The Mises Review, la revista cuatrimestral de literatura sobre ciencias sociales, publicada desde 19555 por el Mises Institute. Es además autor de The Essential Rothbard, disponible en la tienda de la web del Mises Institute.



[1] Ver mi crítica en The Mises Review,, Primavera del 2000.

[2] Ver, entre otros muchos, Charles Tansill, Back Door to War (Regnery, 1952); Marc Trachtenberg, The Craft of International History (Princeton 2006) y mi crítica a este último en The Mises Review, Verano de 2006.

Published Tue, May 4 2010 6:49 PM by euribe