Harry Truman y la bomba atómica

Por Ralph Raico. (Publicado el 24 de noviembre de 2010)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/4838.

[Extraído de “Harry S. Truman: Advancing the Revolution”, en Reassessing the Presidency: The Rise of the Executive State and the Decline of Freedom, John Denson, ed.]

                 

El episodio más espectacular de la presidencia de Hrry Truman nunca será olvidado, sino que estará siempre ligado a su nombre: los bombardeos atómicos de Hiroshima el 6 de agosto de 1945 y Nagasaki tres días después. Probablemente murieron alrededor de doscientas mil personas en los ataques y por el envenenamiento radiactivo; la gran mayoría eran civiles, incluyendo varios miles de trabajadores coreanos. Doce pilotos de la Armada de EEUU encarcelados en una prisión de Hiroshima estuvieron asimismo entre los muertos.[1]

Una gran polémica ha rodeado siempre a los bombardeos. Una cosa en la que insistía Truman desde el principio era en que la decisión de usar las bombas y la responsabilidad que conllevaba eran suyas. Con los años dio justificaciones distintas y contradictorias a su decisión. A veces sugería que había actuado simplemente por venganza. A un clérigo que le criticaba, Truman respondió irritadamente:

Nadie está más afectado que yo por el uso de las bombas atómicas, pero estaba muy afectado por el ataque por sorpresa de los japoneses a Pearl Harbor y su asesinato de prisioneros de guerra. El único lenguaje que parecen entender es el que hemos venido usando al bombardearles.[2]

Ese razonamiento no impresionaría a nadie que no pueda ver cómo la brutalidad de los militares japoneses podría justificar represalias mortales contra hombres, mujeres y niños inocentes. Indudablemente Truman era consciente de esto, así que de vez en cuando aportaba otros pretextos. El 9 de agosto de 1945 declaró “El mundo advertirá que la primera bomba atómica se lanzó sobre Hiroshima, una base militar. Fue porque queríamos en este primer ataque evitar, en la medida de los posible, la matanza de civiles”.[3]

Sin embargo esto es absurdo. Pearl Harbor era una base militar. Hirshima era una ciudad, habitada por unas trecientas mil personas, que tenía elementos militares. En todo caso, como su puerto estaba minado y la Armada y las Fuerzas Aéreas de EUU controlaban las aguas alrededor de Japón, cualesquiera tropas que hubiera ubicada en Hisohima habrían sido eficazmente neutralizadas.

En otras ocasiones, Truman afirmó que Hiroshima fue bombardeada porque era un centro industrial. Pero como se apunta en la Encuesta de Bombardeo Estratégico de EEUU, “todas las grandes factorías en Hiroshima estaban en la periferia de la ciudad y no recibieron daños serios”.[4] El objetivo era el centro de la ciudad. Que Truman sabía el tipo de víctimas que producirían las bombas es evidente a partir de su comentario a su gabinete el 10 de agosto, explicando su reticencia a lanzar una tercera bomba: “La idea de era demasiado horrible”, dijo; no le gustaba la idea de matar “todos esos niños”.[5]  Eliminar a otras 100.000 personas (…) todos esos niños.

Además, la idea de que Hiroshima era un centro militar o industrial importante es visiblemente improbable. La ciudad había permanecido intocada a lo largo de años de devastadores ataques aéreos a las islas japonesas y nunca figuró en la lista de los 33 objetivos principales de la Comandancia de Bombarderos.[6]

Así que la justificación de los bombardeos atómicos ha resultado ser una colosal mentira que sorprendentemente ha obtenido adeptos: que eran necesarios para salvar medio millón o más vidas estadounidenses. Supuestamente eran la vidas que se habrían perdido en la invasión planificada de Kyusu en diciembre y luego en la invasión total de Honshu al siguiente año, si hubiera hecho falta. Pero el peor escenario de una invasión a escala total de las islas japonesas era de cuarenta y seis mil vidas estadounidenses perdidas.[7] La cifra ridículamente hinchada de medio millón de muertes potenciales (cerca del doble de todas las muertes de EEUU en todos los escenarios de la Segunda Guerra Mundial) se repite ahora rutinariamente en libros de texto de bachillerato y universidad y se maneja por comentaristas ignorantes. No sorprende que el premio a la mayor necedad sea para el Presidente George H.W. Bush, que afirmó en 1991 que lanzar la bomba “salvó millones de vidas estadounidenses”.[8]

Aún así, son comprensibles los múltiples engaños y autoengaños de Truman, considerando el horro que desató. Es igualmente comprensible que las autoridades de ocupación de EEUU censuraran reportajes de las ciudades destrozadas y no permitieran que llegaran al público las grabaciones y fotografías de los miles de cadáveres y los supervivientes terriblemente mutilados.[9] De otra forma, los estadounidenses (y el resto del mundo) podrían haber realizado incómodas comparaciones con las imágenes que estaban llegando a la luz de los campos de concentración nazis.

Los bombardeos fueron condenados por bárbaros e innecesarios por alto oficiales militares estadounidenses, incluyendo a Eisenhower y MacArthur.[10] La opinión del propio jefe de personal de Truman, el almirante William D. Leahy, era la generalizada:

el uso de esta arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no fue de ninguna ayuda material en nuestra guerra contra Japón. (…) Mi impresión fue que al ser los primeros en usarla habíamos adoptado un patrón ético propio de la Edad Media. No se me enseñó a hace la guerra de esa manera y las guerras no pueden ganarse destruyendo a mujeres y niños.[11]

La élite política implicada en los bombardeos atómicos temía una reacción violenta que habría ayudado al renacimiento de un horrible “aislacionismo” prebélico. Se imprimieron apologías, por si acaso el disgusto público ante el escalofriante crimen de guerra generara una erosión en el entusiasmo por el proyecto globalizador.[12] No había que preocuparse. Había tenido lugar un cambio radical en las actitudes del pueblo estadounidense. Entonces y muchos después, todas las encuestas han mostrado que la gran mayoría apoyaba a Truman, creyendo que las bombas eran necesarias para acabar la guerra y salvar las vidas de miles de estadounidenses o, más probablemente, no importándole realmente una cosa u otra.

Quienes todavía se preocupan por ese truculento ejercicio de análisis de coste-beneficio (vidas de japoneses inocentes frente a las vidas de efectivos aliados) podrían reflejarse en el juicio de la filósofa católica G.E.M. Anscombe, que insistía en la supremacía de las reglas morales.[13] Cuando en junio de 1956 Truman obtuvo un doctorado honoris causa en su universidad, Oxford, Anscombe protestó.[14] Truman era un criminal de guerra, declaró, ya que ¿cuál es la diferencia entre el gobierno de EEUU que masacra a civiles desde el aire, como en Hiroshima y Nagasaki, y los nazis eliminando a los habitantes de alguna villa checa o polaca?

Merece la pena seguir el argumento de Anscombe. Supongamos que, cuando invadimos Alemania a principios de 1945, nuestros líderes hubieran pensado que ejecutar a todos los habitantes de Aquisgrán o Tréveris o alguna otra ciudad de Renania hubiera quebrado finalmente la voluntad de los alemanes y les llevara a rendirse. DE esta forma, la guerra podría haber terminado rápidamente, salvando las vidas de muchos soldados aliados. ¿Habría estado justificado entonces fusilar a decenas de miles de civiles alemanes, incluyendo a mujeres y niños? ¿Por qué es eso entonces tan distinto de los bombardeos atómicos?

Al principio del verano de 1945, los japoneses sabían perfectamente que estaban derrotados. ¿Por qué iban a seguir combatiendo de todas formas? Como escribía Anscombe, “Fue la insistencia en la rendición incondicional la raíz de todo el mal”.[15]

Esta fórmula de locos fue acuñada por Roosevelt en la conferencia de Casablanca y, con la adhesión entusiasta de Churchill, se convirtió en la consigna aliada. Después de prolongar la guerra en Europa, hizo su labor ene l Pacífico. En la Conferencia de Postdam, en julio de 1945, Truman hizo un discurso a los japoneses, amenazándoles con la “completa devastación” de su territorio si no se rendían incondicionalmente. Entre los términos de los aliados, a los cuales “no hay alternativas”, estaba que serían “eliminados para siempre la autoridad e influencia de quienes han engañado y dirigido erróneamente a los japoneses para embarcarse en la conquista del mundo [sic]”. “Una justicia severa”, advertía el discurso, “alcanzará a todos los criminales de guerra”.[16]

Para los japoneses, esto significaba que el emperador (al que consideraban divino, descendiente directo de la diosa del sol) sería indudablemente destronado y probablemente enjuiciado como criminal de guerra y ahorcado, tal vez delante de su palacio.[17] De hecho, EEUU no tenía intención de destronar o castigar al emperador. Pero esta modificación implícita de la rendición incondicional nunca fue comunicada a los japoneses. Al final, tras Nagasaki, Washington accedió al deseo japonés de mantener la dinastía e incluso a Hirohito como emperador.

Durante los meses anteriores, Truman se había visto presionado para aclarar la posición de EEUU por parte de muchos altos cargos de la administración y también fuera de ella. En mayo de 1945, a solicitud del presidente, Herbert Hoover preparó un memorando haciendo hincapié en la necesidad urgente de acabar la guerra tan pronto como fuera posible. Debería informarse a los japoneses de que no se interferiría con el emperador o la forma de gobierno que eligieran. Incluso apuntaba la posibilidad de que, como parte de los términos, se le permitiera a Japón mantener Formosa (Taiwan) y Corea. Después de reunirse con Truman, Hoover cenó con Taft y otros líderes republicanos y esbozó sus propuestas.[18]

A los escritores ortodoxos de la Segunda Guerra Mundial a menudo les gusta tratar especulaciones morbosas. Por ejemplo, si Estados Unidos no hubiera entrado en guerra, entonces Hitler habría “conquistado el mundo” (parecería una triste infravaloración del Ejército Rojo; además, ¿no era Japón el que estaba tratando de “conquistar el mundo”?) y matado a incontables millones de personas. Ahora, aplicando una historia de conjeturas en este caso, supongamos que la guerra del Pacífico hubiera acabado de la forma en que suelen acabar las guerras: mediante la negociación de los términos de la rendición. Y supongamos lo peor: que los japoneses hayan insistido con firmeza en preservar parte de su imperio, digamos Corea y Formosa, incluso Manchuria. En ese caso, es bastante posible que Japón hubiera estado en disposición de impedir que los comunistas hubieran llegado al poder en China. Y eso podría haber significado que 30 o 40 millones de muertes ahora atribuidas al régimen maoísta no se habrían producido.

Pero incluso manteniéndonos dentro de los límites de la diplomacia viable en 945, está claro que Truman no agotó en modo alguno las posibilidades de acabar la guerra sin recurrir a la bomba atómica. No se informó a los japoneses de que serían las víctimas del arma más letal nunca inventada (con “un poder explosivo de más de dos mil veces la británica ‘Grand Slam’, que es la mayor bomba hasta ahora usada en la historia de la guerra”, como presumía Truman en su anuncio del ataque a Hiroshima). Tampoco se les dijo que la Unión Soviética estaba lista para declarar la guerra a Japón, un acontecimiento que afectó a algunos en Tokio más que las bombas.[19] Las súplicas de algunos de los científicos implicados en el proyecto de demostrar el poder de la bomba en alguna área deshabitada o evacuada fueron rechazadas. Lo único que importaba era preservar la fórmula de la rendición incondicional y salvar la vida de los efectivos que podrían perderse en el esfuerzo por aplicarla. Aún así, como escribió el General J.C.F. Fuller, uno de los grandes historiadores militares de este siglo, en relación con los bombardeos atómicos:

Aunque es laudable salvar vidas, esto no justifica en modo alguno el empleo de medios que prescindan de cualquier precepto de humanidad y de los usos de la guerra. Si fuera así, bajo el pretexto de acortar la guerra y de salvar vidas puede justificarse cualquier atrocidad.[20]

¿No es algo evidentemente cierto? ¿Y no es esta la razón por la que los hombres racionales y humanos, durante generaciones, desarrollaron leyes de guerra en primer lugar?

Mientras que los medios de comunicación de masas repetían la explicación gubernamental de alabar las incineraciones atómicas, eminentes conservadores las denunciaban como incalificables crímenes de guerra. Felix Morley, investigador constitucional y uno de los fundadores de Human Events, dirigía la atención hacia el horror de Hiroshima, incluyendo a los “miles de niños atrapados en las treinta y tres escuelas destruidas”. Llamaba a sus compatriotas a reparar lo que había sido hecho en su nombre y proponía que se enviaran a Hiroshima grupos de estadounidenses, igual que se enviaron a los alemanes para que fueran testigos de lo que se había hecho en los campos nazis.

El sacerdote paulista James Gillis, editor de The Catholic World y otro fiel de la Vieja Derecha, fustigaba los bombardeos como “el golpe más poderoso nunca dirigido contra la civilización cristiana y la ley moral”. David Lawrence, propietario conservador del US News and World Report, estuvo denunciándolos durante años.[21] Al distinguido filósofo conservador Richard Weaver le daba asco

el espectáculo de jóvenes recién salidos de Kansas y Texas convirtiendo a la no militar Dresde en un holocausto (…) pulverizando santuarios antiguos como Monte Cassino y Nurember y trayendo la aniquilación atómica a Hiroshima y Nagasaki.

Weaver consideraba a esas atrocidades como profundamente “hostiles a los fundamentos sobre los que se construye la civilización”.[22]

Hoy en día autocalificados como conservadores consideran como “anti-estadounidense” a cualquiera que esté mínimamente preocupado por la masacre de Truman desde el aire de tantas decenas de miles de japoneses inocentes. Esto muestra mejor que nada la diferencia entre los “conservadores” de hoy y aquellos que una vez merecieron tal nombre.

Leo Szilard fue el médico de fama mundial que hizo el borrador de la carta original a Roosevelt que firmó Einstein, instigando el Proyecto Manhattan. En 1960, poco antes de su muerte, Szilard dijo otra verdad evidente:

Si los alemanes hubieran lanzado bombas atómicas en ciudades en lugar de nosotros, habríamos definido el lanzamiento de bombas atómicas en ciudades como un crimen de guerra y habríamos sentenciado a los alemanes que fueran culpables de este crimen a la muerte en Nuremberg y les habríamos ahorcado.[23]

La destrucción de Hiroshima y Nagasaki fue un crimen de guerra peor que el que cualquiera que hubieran ejecutado los generales japoneses en Tokio y Manila. Si Truman no fue un criminal de guerra, entonces nadie lo ha sido nunca.

 

 

Ralph Raico es miembro senior del Instituto Mises. Es profesor de Historia Europea en el Buffalo State College y especialista en la historia de la libertad, la tradición liberal en Europa y la relación entre la guerra y al aumento del estado. Puede estudiarse la historia de la civilización bajo su guía aquí: en MP3-CD y en casete.

Este artículo se ha extraído de “Harry S. Truman: Advancing the Revolution”, en Reassessing the Presidency: The Rise of the Executive State and the Decline of Freedom, John Denson, ed.



[1] Sobre los bombardeos atómicos, ver Gar Alperovitz, The Decision to Use the Atomic Bomb and the Architecture of an American Myth (Nueva York: Knopf, 1995) e idem, “Was Harry Truman a Revisionist on Hiroshima?” Society for Historians of American Foreign Relations Newsletter 29, nº 2 (Junio de 1998); también  Martin J. Sherwin, A World Destroyed: The Atomic Bomb and the Grand Alliance (Nueva York: Vintage, 1977) y Dennis D. Wainstock, The Decision to Drop the Atomic Bomb (Westport, Conn.: Praeger, 1996).

[2] Alperovitz, Decision, p. 563. Truman añadió: “Cuando tratas a una bestia, tienes que tratarle como una bestia. Es muy lamentable, pero sigue siendo cierto”. Para declaraciones similares Truman, ver ibíd., p. 564. La obra monumental de Alperovitz es el resultado final de cuatro décadas de estudio de los bombardeos atómicos y es indispensable para entender la compleja discusión sobre el asunto.

[3] Ibíd., p. 521.

[4] Ibíd., p. 523.

[5] Barton J. Bernstein, “Understanding the Atomic Bomb and the Japanese Surrender: Missed Opportunities, Little-Known Near Disasters, and Modern Memory”, Diplomatic History 19, nº 2 (Primavera de 1995): 257. El general Carl Spaatz, comandante de las operaciones de bombardeo estratégico de EEUU en el Pacífico, se vio tan afectado por la destrucción de Hiroshima que telefoneó a sus superiores en Washington, proponiendo que la siguiente bomba se lanzara en un área menos poblada, para que “no fuera tan devastadora para la ciudad y la gente”. Su sugerencia fue rechazada. Ronald Schaffer, Wings of Judgment: American Bombing in World War H (Nueva York: Oxford University Press, 1985), pp. 147-148.

[6] Esto es igualmente cierto para Nagasaki.

[7] Ver Barton J. Bernstein, “A Post-War Myth: 500,000 US Lives Saved”, Bulletin of the Atomic Scientists 42, nº 6 (Junio/Julio de 1986): pp. 38-40 e ídem, “Wrong Numbers”, The Independent Monthly (Julio de 1995): pp. 41-44.

[8] J. Samuel Walker, “History, Collective Memory, and the Decision to Use the Bomb”, Diplomatic History 19, nº 2 (Primavera de 1995): pp. 320, 323-325. Walker detalla las desesperadas evasivas del biógrafo de Truman, David McCullough, cuando se le mostraban las cifras indiscutibles.

[9] Paul Boyer, “Exotic Resonances: Hiroshima in American Memory”, Diplomatic History 19, nº 2 (Primavera de 1995): pp. 299. Sobre el destino de las víctimas de los bombardeos y la restricción de su conocimiento al público, ver John W. Dower, “The Bombed: Hiroshimas and Nagasakis in Japanese Memory”, en ibíd., pp. 275-295.

[10] Alperovitz, Decision, pp. 320-365. Sobre MacArthur y Eisenhower, ver ibíd., pp. 352 y 355-356.

[11] William D. Leahy, I Was There (Nueva York: McGraw-Hill, 1950), p. 441. Leahy comparaba el uso de la bomba atómica con el tratamiento de los civiles por Gengis Kan y lo calificaba como “indigno de un cristiano”. Ibíd., p. 442. Curiosamente, el propio Truman redactó el prólogo del libro de Leahy. En una carta privada, escrita justo antes de dejar la Casa Blanca, Truman se refería al uso de la bomba atómica como “asesinato”, diciendo que la bomba “es mucho peor que le gas y la guerra biológica, porque afecta a la población civil y la mata en bloque”. Barton J. Bernstein, “Origins of the US Biological Warfare Program”, Preventing a Biological Arms Race, Susan Wright, ed. (Cambridge, Mass.: MIT Press, 1990), p. 9.

[12] Barton J. Bernstein, “Seizing the Contested Terrain of Early Nuclear History: Stimson, Conant, and Their Allies Explain the Decision to Use the Bomb”, Diplomatic History 17, nº 1 (Invierno de 1993): pp. 35-72.

[13] Un escritor no preocupado en modo alguno por el sacrificio de japoneses inocentes para salvar a efectivos aliados (de hecho, para salvarse él mismo) es Paul Fussell; ver su Thank God for the Atom Bomb and Other Essays (Nueva York: Summit, 1988). La razón para el Te Deum del  título de Fussell es, cmo dice, que estaba entre los que estaba previsto que formaran parte de la invasión de Japón y bien podía haber muerto. Es un misterio por qué Fussell achaca su fácilmente comprensible terror, bastante poco caballerosamente, sobre mujeres y niños japoneses en lugar de sobre los hombres en Washington que le reclutaron para lucha en el Pacífico en primer lugar.

[14] G.E.M. Anscombe, “Mr. Truman's Degree”, en ídem, Collected Philosophical Papers, vol. 3, Ethics, Religion and Politics (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1981), pp. 62-71.

[15] Anscombe, “Mr. Truman's Degree”, p. 62.

[16] Hans Adolf Jacobsen y Arthur S. Smith, Jr., eds., World War II: Policy and Strategy. Selected Documents with Commentary (Santa Barbara, Calif.: ABC-Clio, 1979), pp. 345-346.

[17] Para algunos líderes japoneses, otra razón para mantener al emperador era como baluarte contra una posible toma comunista del poder tras la guerra. Ver también Sherwin, A World Destroyed, p. 236: “la declaración [de Postdam] ofrecía a los militares duros del gobierno japonés más munición para continuar la guerra de la que ofrecían los oponentes para acabarla”.

[18] Alperovitz, Decision, pp. 44-45.

[19] Cf. Bernstein, “Understanding the Atomic Bomb”, p. 254: “parece muy probable, aunque ciertamente no es definitivo, que una combinación sinérgica de garantías al emperador, esperar la entrada soviética y continuar con la estrategia de asedio habría acabado la guerra a tiempo de evitar la invasión de noviembre”. Bernstein, un investigador excelente y escrupulosamente objetivo, discrepa sin embargo con Alperovitz y la escuela revisionista en muchos puntos clave.

[20] J.F.C. Fuller, The Second World War, 1939-45: A Strategical and Tactical History (Londres: Eyre and Spottiswoode, 1948), p. 392. Fuller, que era igualmente cáustico con los bombardeos de terror de las ciudades alemanas, califica a los ataques de Hiroshima y Nagasaki como “un tipo de guerra que hubiera lamentado Tamerlán”. Cf. Barton J. Bernstein, quien concluye, en “Understanding the Atomic Bomb”, p. 235:

En 1945, los líderes estadounidenses no estaban buscando evitar el uso de la bomba-A. Su uso no les creaba problemas éticos o políticos. Así que rechazaron fácilmente o nunca consideraron la mayoría de las llamadas alternativas a la bomba.

[21] Felix Morley, “The Return to Nothingness”, Human Events (29 de agosto de 1945) reimpreso en Hiroshima's Shadow, Kai Bird y Lawrence Lifschultz, eds. (Stony Creek, Conn.: Pamphleteer's Press, 1998), pp. 272-274; James Martin Gillis, “Nothing But Nihilism”, The Catholic World, Septiembre de 1945, reimpreso en ibíd., pp. 278-280; Alperovitz, Decision, pp. 438-440.

[22] Richard M. Weaver, "”A Dialectic on Total War”, en ídem, Visions of Order: The Cultural Crisis of Our Time (Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1964), pp. 98-99.

[23] Wainstock, Decision, p. 122.

Published Thu, Nov 25 2010 7:35 PM by euribe