Por Llewellyn H. Rockwell Jr. (Publicado el 27 de marzo de 2000)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/403.
“Hubo un decreto de César Augusto”, dice San Lucas sobre por qué María y José se encontraban en Belén, “que todo el mundo debía pagar impuestos”. José tuvo que ir a su ciudad natal porque el gobierno tiránico de Roma estaba realizando un censo. Pero la información podía haberse usado para más que sólo para cobrar impuestos. El gobernante romano local decidió después que quería encontrar al Cristo niño y matarle.
¿Hizo el gobierno uso de los datos del censo para averiguar dónde estaban los miembros de la Casa de David? No lo podemos saber con seguridad, aunque lo hizo un déspota romano posterior. Pero podemos saber que José cometió un enorme error al obedecer a los autores del censo en primer lugar. No buscaban nada bueno. De hecho, otro grupo de judíos religiosos en Judea decidió que no acataría la demanda del gobierno romano de contarlos e imponerles impuestos. El grupo era conocido como los “zelotes” (sí, de ahí viene el nombre). Consideraban que acatar el censo era equivalente a someterse a esclavitud. Muchos acabaron pagando con su vida los principios que defendían.
Y aún así, su resistencia probablemente hizo que pretendidos tiranos fueran más cautelosos. Durante 10 siglos después de Constantino, cuando la Europa feudal se dividió en miles de pequeños principados, ningún gobierno central estaba en disposición de recoger datos de sus ciudadanos. Es uno de los grandes méritos de los sistemas políticos radicalmente descentralizados: No hay poder central que controle a la población mediante la recogida de datos y la numeración de la población.
La única excepción en Europa en esos años fue Guillermo el Conquistador, quien después de 1066 intentó establecer en Inglaterra una sociedad centralizada y autoritaria siguiendo el modelo romano. Esto significaba en primera instancia un censo. El censo se recogió en el Libro Domesday, llamado así [la traducción sería el Libro del Juicio Final (N. del t.)] por un monje anglosajón porque representaba el fin del mundo de la libertad inglesa.
Predecesor del catastro actual, funcionaba como una lista de objetivos del estado conquistador para dividir la propiedad a su antojo. “No hay nada escondido y ni yarda de terreno”, decía un cronista contemporáneo, “ni siquiera un hacha o una vaca o un cerdo que quedara fuera y no se incluyera en el registro”. El intento de seguir la población a efectos fiscales acabó llevando a la Carta Magna, la declaración fundacional de los límites del poder del estado.
El Libro Domesday estableció el precedente para muchos otros intentos de recopilar información. Pero de acuerdo con Martin Van Creveld (autor de The Rise and Decline of the State, 1999), las técnicas de recogida de información de esos tiempos eran tan primitivas y los gobiernos estaban tan descentralizados que los datos eran en buena parte inútiles. Por ejemplo, en el Continente ningún gobierno estaba en disposición de reclamar un censo completo. Eso empezó a cambiar en el siglo XVI, cuando el estado-nación empezó a afianzarse frente al poder contrapuesto de la iglesia, las ciudades libres y los señores locales. En Francia, el primer filósofo moderno del estado, Jean Bodin, pedía que se realizara un censo para controlar mejor al pueblo.
También en Francia, escribe Voltaire, Luis XIV trato sin éxito de desarrollar una contabilidad completa del “número de habitantes en cada distrito (nobles ciudadanos, trabajadores del campo, artesanos y obreros) junto con ganadería de todos los tipos, terrenos de distintos grados de fertilidad, todo el clero regular y secular, sus ingresos, los de los pueblos y de las comunidades”. Esto resultó ser sólo una fantasía utópica. Incluso si el Rey Sol hubiese descubierto la forma de hacerlo, habría sido imposible obligar a la gente a entregar toda esa información.
Los primeros censos del siglo XVIII se realizaron en Islandia y Suecia utilizando la despoblación como excusa. Pero Estados Unidos tras la independencia de 1776 no tenía ese problema y la generación que se quejó de los agentes fiscales británicos era demasiado lista como para investir al gobierno con el poder de recabar información sobre los ciudadanos. En los artículos de la Confederación, escritos en los días de total libertad revolucionaria, cada estado tenía un voto, sin que importara cuantos representantes enviara al Congreso. No se demandaba un censo porque el gobierno central, tal como era, no tenía en absoluto poder para hacer mucho.
Fue con la Constitución de EEUU de 1787 como empezaron los problemas reales. El documento atribuía más poderes al gobierno federal de los que toleraría cualquier persona libre (como argumentó Patrick Henry) y la inclusión de un censo era una evidencia del problema. Los redactores añadieron la demanda de un censo con el fin de representar completamente al pueblo en el legislativo, dijeron. Tendrían dos cámaras legislativas, una representando a los estados y la otra al pueblo de los estados. Para esta última, necesitarían contar cabezas. Por tanto, el gobierno contaría cabezas cada 10 años.
¿Para qué se necesitaría contar cabezas? El Artículo I, Sección 2, incluía una ominosa mención a los impuestos, recordando no sólo a César Augusto sino a toda la historia tiránica de utilizar el censo para controlar al pueblo: “Los representantes y los impuestos directos se prorratearán entre los distintos Estados que formen parte de esta Unión, de acuerdo con su población respectiva, la cual se determinará sumando al número total de personas libres, inclusive las obligadas a prestar servicios durante cierto término de años y excluyendo a los indios no sujetos al pago de contribuciones, las tres quintas partes de todas las personas restantes. El recuento deberá hacerse dentro de los tres años siguientes a la primera sesión del Congreso de los Estados Unidos, y en lo sucesivo cada 10 años, en la forma que dicho cuerpo disponga por medio de una ley”.
En 1790, el censo parecía suficientemente inocente, pero en 1810 las cosas ya estaban fuera de control: Por primera vez, el gobierno empezó a reclamar información sobre empleos. Por suerte para el pueblo estadounidense, los registros fueron quemados por los británicos en 1813, dejando muy pocas pistas al estado para usarlas para expandir su poder. Y aún así el estado no retrocedió y el censo de hizo cada vez más intrusivo.
La lección de la historia del censo de EEUU es ésta: Cualquier poder cedido a un gobierno será con el tiempo objeto de abuso. Por ejemplo, en 1941 Gustav Richter, ayudante de Adolf Eichmann, fue enviado a Rumanía para recoger información acerca de la población judía en un censo, con el objetivo último de realizar una deportación masiva al campo de concentración de Belzec. Pero Rumanía rompió todas las relaciones políticas con los nazis y, en consecuencia, la población judía no sufrió el destino de los judíos de Polonia y Austria. Como sabían los zelotes del primer siglo, cuando un gobierno pide información sobre el pueblo, no es para nada bueno.
Hoy el largo formulario del censo pregunta detalles de nuestra vida que nunca contaríamos a un vecino o a una empresa privada. En él aparecen 52 preguntas, algunas escandalosamente intrusivas.
Cada censo es peor que el anterior. El censo de 1990 preguntaba tu año de nacimiento, pero el del 2000 quiere saber el día y mes, sin mencionar la raza y relaciones de cada persona en la vivienda, junto con el número de baños y muchas más cosas. ¿Y para qué se usa esta información? Principalmente para planificación económica centralizada: una actividad que el gobierno no debería realizar en absoluto.
No es un deprecio tendencioso a los objetivos del censo. La propia Oficina del Censo dice. “La información recogida en el censo del 2000 ofrecerá los datos del área local necesarios para la comunidades para recibir fondos del programa federal y para la planificación del sector privado y la comunidad”. Sólo tenemos que preguntarnos qué habría pensado un liberal del siglo XVIII o XIX acerca de la una planificación del “sector privado” y la comunidad realizado por el estado central.
De hecho muy pocos estadounidenses confían lo suficiente en su gobierno como para permitirle dedicarse a la planificación. Pensemos en la misma incompetente Oficina del Censo. Las cartas que mandó antes de los formularios llevaban un dígito extra delante de las direcciones, como admitió el jefe de la oficina en un comunicado a la prensa el 26 de febrero, tratando de echar la culpa a otros. ¿Y ésta es la gente en la que se supone que tenemos que confiar para recoger información para planificar nuestras vidas? No, gracias.
La carta del gobierno dice: “Los datos del censo se usan para distribuir fondos públicos a comunidades y estados para carreteras, escuelas, instalaciones sanitarias y muchos otros programas que usted y sus vecinos necesitan”. En resumen, el propósito no es distinto del de Guillermo el Conquistador: redistribuir la propiedad y ejercer el poder. Está claro que nos hemos alejado mucho de la función de contar cabezas del censo. Además, hay por ahí unos pocos de nosotros que no creemos “necesitar” estos programas.
Lo que es peor es que lo que el censo original buscaba no era distribuir un número fijo de miembros de la Cámara entre estados. Era expandir racionalmente el número de personas con cargo en la Cámara a medida que crecía la población. Pero después de la Guerra de Secesión, el número de miembros de la Cámara dejó de crecer, así que ahora no tenía en absoluto ningún sentido el censo, o al menos ninguno coherente con la libertad.
Además, si todo lo que se necesitaba era contar cabezas, el trabajo podía hacerse usando datos de compañías privadas o del Servicio Postal de EEUU. Pero el censo quería más que eso. ¿Por qué? Olviden todas las justificaciones oficiales. La razón real por la que el gobierno quiere la información es para controlar la población. Las promesas de que los datos no se usarán a su costa valen lo mismo que todas las promesas del gobierno: nada.
¿Qué se supone que ha de hacer un hombre libre cuando recibe el formulario en el correo? Primero, recordar que la información es la infraestructura del que sería el estado total. Sin ella, el estado está perdido. Y luego considere si los costes asociados con el incumplimiento se ven compensados por el beneficio subjetivo que uno recibe de unirse con toda la gente libre al resistir el esfuerzo de recogida de datos del gobierno. Finalmente, considere los propósitos limitados para los que los Fundadores pensaban usar el censo y pregúntese si realmente puede confiarse en el gobierno central de hoy para que conozca lo que es mejor que se quede para usted mismo.
Durante años ha venido cayendo el cumplimiento voluntario. Anticipándose a este problema, la Oficina del Censo ha estado usando sectores enteros de la sociedad para hacer propaganda de su campaña. El personaje de Barrio Sésamo Conde Draco está recorriendo escuelas públicas para decir a los niños que digan a sus padres que rellenen el censo, a pesar de que más de 1 millón de kits del censo han sido enviados a escuelas públicas en todo el país. Piense en ello como si el estado usara a niños para manipular a sus padres para convertirse en voluntarios en el proyecto cívico planificador.
Un signo de que la libertad está en alza es que el gobierno sólo consiguió un 65% de cumplimiento por correo en 1990. Y dada la disminución del respeto por el gobierno que caracteriza a la era Clinton, podemos apostar que será hoy aún menor. Si elige rellenar el censo, algunos comentaristas han recomendado ajustarse estrictamente a la Constitución y admitir sólo cuanta gente vive en su casa. El que esa táctica se considere subversiva sólo indica lo lejos que estamos de los estándares del siglo XVIII sobre la intrusión.
Hubo un decreto de Clinton Augusto de que todo el país debía rellenar el censo. Pero piensen en esto: Si José hubiera sabido qué le esperaba, podría habérselo pensado dos veces acerca de hacer ese largo viaje a pie hasta Belén sólo porque el gobierno se lo dijo.
Llewellyn H. Rockwell, Jr es Presidente del Instituto Ludwig von Mises en Auburn, Alabama, editor de LewRockwell.com, y autor de The Left, the Right, and the State.