Por James Grant. (Publicado el 24 de marzo de 2011)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí http://mises.org/daily/5146.
[Testimonio ante el Comité de Servicios Financieros de la Cámara de EEUU, 16 de marzo de 2011]
“¿Qué debería hacer después la Reserva Federal?” era el titular de la ronda de opiniones de expertos monetarios en la página de Opinión del Wall Street Journal del 9 de septiembre. Los expertos no parecían estar de acuerdo. Comprar títulos del Tesoro a carretadas, aconsejaba uno. No hacer nada de eso, pedía otro. Acudier rápidamente a la regla de Taylor, proponía modestamente John B Taylor, el propio autor de la regla (es decir, fijar el tipo de los fondos federales a una vez y media el tipo de la inflación más una vez y media la caída del PIB respecto de su potencia, más uno). La media docena de autoridades no compartía mucho en común excepto ignorar los principios sobre los que se definió el dólar en 1792 y aquéllos sobre los que se creó la Reserva Federal en 1913. La base de este ensayo es que de ese modo se equivocaron.
El problema con las autoridades actuales sobre dinero y banca son las ideas absorbidas en la escuela: por ejemplo, que un banco central puede calibrar el tipo de devaluación de la moneda que imprime ajustando la velocidad de la imprenta digital o que o que el Comité Federal del Mercado Abierto puede elegir el tipo de interés que haga que el PIB crezca y las nóminas aumenten y los precios leviten un 2% anual (cambie a su gusto un nivel básico). Esas cosas son imposibles.
Supongamos que la Fed construyera puentes en lugar de manipular tipos de interés y que en 2008 sus puentes se hubieran derrumbado. El mundo querría saber por qué. Tal vez no seamos ingenieros, diría la gente, pero reconocemos un montón de escombros cuando lo vemos. Y si una investigación determinara que la Fed había construido sus puentes con contrachapado en lugar de cemento armado (una actualización sensata del apolillado viejo manual de operaciones, había decidido alguna lumbrera en el consejo), incluso un hombre corriente vería que el “progreso” es a veces un retroceso.
Lo mismo pasa con el dinero y la banca. Con un poco de ayuda de nuestros amigos, vamos a defender que no ha habido ningún progreso neto en doctrinas y políticas desde 1914, cuando se apagaron las luces para el fiable patrón oro. Algunos sonreirán. El dólar en papel puro, dicen estos burlones, no es más que una variante más ligera, elegante e inteligente del viejo modelo respaldado por el oro. Pero solo podríamos emitir un número determinado de dólares respaldados por oro, viéndose la oferta limitada por la escasez de colateral: al no haber ahora ningún control sobre el volumen de emisión, los dólares se acumulan en las arcas de los acreedores estadounidenses. Tienen que rendirse y estamos seguros de que algún día lo harán. Entonces harán cola para intercambiar papel intrínsecamente inútil por algo con valor tangible. Puede que los lectores de Grant’s lo hagan antes.
También en la teoría y la práctica de la manipulación del tipo de interés, nos hemos bajado de los hombros de los gigantes. Bajo la doctrina clásica, desarrollada en Inglaterra y considerar como la mejor práctica en este país hasta la administración de William Howard Taft, los bancos comerciales no existían para “crear crédito” sino para facilitar y hacer líquido el crédito que creaban dos partes en una transacción de negocio cuando uno decía al otro “Te pagaré en 30 días”.
Había una exquisita economía en marcha en los viejos métodos: ninguna autoridad central consideraba necesario comprar un billón o algo así en títulos públicos o asumir todas las hipotecas residenciales disponibles para evitar un desastre en el mercado de la vivienda. De alguna manera, la economía funcionaba sin econometras.
Aunque los puentes monetarios y crediticios de la Fed se derrumbaron hace dos años, pocos han demandado una explicación general de las ideas que apoyan el balance de 2,2 billones de dólares del Presidente Bernanke e inspiran su política de tipos de interés. Tal vez sea tan sencillo como el hecho de que las fuerzas vivas no saben y las muertas no pueden hablar. Pero también los antiguos escribían libros. Henry Parker Willis (1874-1937) es uno de esos expertos póstumos y a él acudimos ahora.
Presente en la creación monetaria, Willis fue consultor de los autores de la Ley de la Reserva Federal. Fue el primer secretario del Consejo de la Reserva Federal y mano derecha del Senador Carter Glass de Virginia, el llamado padre de la Fed y coautor de la ley Glass-Steagall de 1933. The Theory and Practice of Central Banking, publicada en 1936 y descatalogada desde hace mucho, fue su canto del cisne. Posiblemente murió con el corazón destrozado.
La Fed (su Fed) había descarrilado casi tan pronto como abrió sus puertas en 1914, lamentaba Willis. El banco central que él pensaba era una especie de volante compensador en la maquinaria del mercado monetario estadounidense. Los bancos de reserva convertirían los pagarés comerciales en efectivo de acuerdo con las demandas de la temporada y el ciclo, haciendo así elástica la moneda. La propia Fed no crearía crédito. Más bien haría líquidas las facturas que un vendedor extendiera a sus clientes: el tipo autoliquidable de crédito comercial que permite que giren las ruedas de la economía.
En la concepción de los fundadores, la Fed operaría pasivamente a través de la ventanilla de descuentos, no activamente a través de operaciones de mercado abierto. Es decir, se acomodaría a las necesidades de la comunidad, no determinaría cuáles deberían ser esas necesidades. No intervendría ni para rescatar el mercado inmobiliario residencial estadounidense ni para dirigir el PIB o manipular el índice de aumento del índice subyacente de gastos de consumo personal (si es que alguien pudiera calcularlo de forma fiable, de lo que dudaba Willis).
Alan Greenspan tenía 10 años el año en que publicó Willis, Ben Bernanke tenía -17. Aún así, las características de la postura moderna de dirección y control de la gestión monetaria ya estaban bastante en evidencia. El patrón oro había muerto en la Primera Guerra Mundial y con él se había esfumado la técnica inglesa de banca central de descontar las facturas comerciales. Las operaciones discrecionales de mercado abierto (compra y venta de títulos públicos en el mercado abierto) eran lo más nuevo.
“Los bancos centrales”, escribía Willis, agitando el dedo ante sus jóvenes colegas,
harían bien en dejar de lado sus inexpertas aventuras en una teoría monetaria a medio cocinar, rimbombantes medidas estadísticas de comercio y precipitadas moliendas de ejes de intereses especulativos con su sugerencia de que haciéndolo así está alcanzando algún tipo de vaga ‘estabilización’ que, a largo plazo, redundará en el bien común.
Puede que interese al fantasma de Willis saber que, aunque “luchar contra la inflación” se convirtiera en lo preferido por los intelectuales de las políticas monetarias en los años que nos llevaron a la crisis de 2008, la “estabilidad” que aparentemente parecía alcanzar resultó ser singularmente inestable.
Ante la pregunta del Journal “¿Qué debería hacer después la Reserva Federal?”, numerosos economistas han propuesto una miríada de panaceas. De entre las más terribles de estas ondas cerebrales estaba una proferida la semana pasada por el economista jefe de Citigroup. Escribiendo en la edición europea del Journal, Willem Buiter sugería que la Fed explorara técnicas para imponer un tipo para los fondos federales menor que el 0%. “Para restaurar la eficacia de la política monetaria en una entorno de tipos de interés más bajos cuando se afronten convulsiones deflacionistas o contraccionistas, es necesario deshacerse completamente del zlb [se refiere a las siglas en inglés del límite bajo cero, en el sentido de un tipo del 0% para la financiación]”, escribía Buiter. “Esto puede hacerse de tres formas: aboliendo moneda, gravando la moneda y acabando con el tipo de cambio fijo entre moneda y reservas bancarias en la Fed. Las tres son heterodoxas. La tercera es heterodoxa e innovadora. Las tres son conceptualmente sencillas”.
Más sencilla es la vieja doctrina que los modernos han olvidado o nunca aprendieron y que si hubieran seguido las oficinas centrales de Citigroup podría haber librado al banco de la indignidad de una cotización a 4$. Esto indicaban los antiguos: Anclar el dólar a los metales preciosos, subir la liquidez a lo más alto de la lista de las virtudes bancarias y entender el proceso por el que el crédito comercial viene al mundo (una pista: no es por los bolígrafos de los banqueros).
La primera de estas reglas a cumplir era, para Willis y sus contemporáneos, tan clara como la propia ley. Bajo la Constitución, la Ley de Acuñación de 1792 y la Ley del Patrón Oro de 1900, el dólar se definía como un peso de plata y oro. El veredicto de la historia monetaria secunda de forma resonante la sabiduría de los legisladores: las monedas en papel sin respaldo de nada excepto las buenas intenciones de los políticos al emitirlas, invariablemente pierden su valor.
Lamentable, esto no fue el final de las discusiones. Los economistas estaban ocupados en minimizar la operación semiautomática del patrón oro previo a 1914. Contestaban que era mejor un sistema gestionado de su propia invención. Willis se burlaba de los cabezas de huevo: “Esta ‘nueva era’ en la teoría de la banca central”, escribía, “puede decirse así que había tomado forma como una visión de que era posible que los bancos centrales ‘gestionasen’ el nivel de precios y de paso la situación empresarial emitiendo más o menos moneda (o crédito)”. Más esperanzada que analíticamente, Willis predecía que estas ideas demostrablemente falsas estaban desapareciendo. De hecho estaban apareciendo.
También la idea de la liquidez pasó una mala época en la década de 1920. Un activo líquido, como los definían Willis y sus pares, era un pagaré comercial a corto plazo, una orden de compra industrial de un bien monetario por ejemplo. Los bancos no hacían ningún negocio poseyendo un activo que, al vencer, no generara un pago en efectivo. Dejen los bonos, hipotecas y otros instrumentos de capital de vida larga a cajas de ahorro y aseguradoras, predicaba Willis. Los bancos comerciales fueron puestos en esta tierra para facilitar el intercambio de bienes, no para “crear” crédito o financiar la especulación.
Pero en los años de Harding y Coolidge, apareció una nueva teoría. Los bancos no tenían que limitarse al llamado de las llamadas facturas reales, sostenían los teóricos. No era estrictamente necesario que una activo bancario fuera “líquido” (como se ha definido). Todo iría bien si un activo fuera “transformable”, es decir, vendible en los mercados de capital en continuo funcionamiento, profundos y líquidos. Willis sentía vergüenza ajena por la herejía, pero tuvo el amargo placer de verla derrumbarse en la Gran Depresión. Aunque banqueros y economistas habían discutido interminablemente acerca del asunto, la dura experiencia acabó dando su veredicto: “En este caso, sin embargo, como en tantas otras disputas económicas”, escribía Willis,
la prueba la proporciona, no la experiencia habitual o “normal”, sino que la da la acción o experiencia con relación a las carteras de los bancos durante una situación o dificultad especial. Es una prueba particularmente aplicada en tiempos de pánico seguida por la depreciación cuando los mercados de valores sufren principalmente por fluctuaciones en periodos largos y cuando el desempleo y los trastornos empresariales dan mucho margen de fluctuación en el volumen del comercio.
Los tenedores de activos congelados en el largo y duro invierno financiero de 2008-2009 se animarán con las palabras que siguen: “Durante la depresión que siguió al pánico de 1929, lo bancos han perdido relativamente poco mediante la ‘congelación’ de su papel comercial fiable, mientras que han sufrido duramente por su incapacidad de deshacerse de sus obligaciones de capital a corto plazo o por el deterioro de dichas obligaciones cuando se venden con sacrificio”, indicaba Willis. “En una palabra, la experiencia reciente está positivamente en contra de la aceptación de la doctrina de la transformabilidad en lugar de la de la liquidez como un canon para la sensatez bancaria”. Leyendo a Willis, uno se pregunta cuántas veces debe aprenderse la misma lección. Evidentemente, una vez por generación.
Y en un pánico ¿qué tarea tiene debe un banco central a las instituciones que eligen transformabilidad por encima de liquidez? “No hay más razón para violar los cánones de conducta de la banca central en un tiempo de ‘pánico’ que en cualquier otro momento”, respondía Willis. “Ningún banco central puede, por el mero ejercicio de su poder de otorgar créditos, crear algo de la nada o salvar a otros bancos de las desastrosas consecuencias de sus políticas anteriores. Cuando un banco central lo hace simplemente tiende a empeorar lo que es malo”.
La historia de la evolución de las finanzas estadounidenses desde la publicación de The Theory and Practice of Central Banking, ha sido el rechazo exhaustivo de todas las teorías y prácticas que defendía Willis, Los bancos comerciales han parecido aplicarse en la búsqueda de la iliquidez, mientras que la Reserva Federal se ha dedicado a las negras artes de la planificación central. Respecto del dólar, no es un ejemplo de nada salvo de la competencia de los funcionarios públicos que de alguna manera no han podido prever (habiendo ayudado tan significativamente a la causa) la mayor calamidad crediticia de los últimos 70 años.
“¿Qué debería hacer después la Reserva Federal?” Menos, decimos nosotros. Abandonar la empresa de la gestión macroeconómica. Reconocer el error esencial de la doctrina de la manipulación de los tipos de interés. Confesar los fallos evidentes en el sistema de papel moneda. Renunciar a la devaluación bajo el nombre pseudocientífico de “flexibilización cuantitativa”.
“¿Qué deberíamos hacer después nosotros, el Pueblo?” es otra pregunta. La inflación normalmente actúa furtivamente: el las décadas de 1950 y 1960 la expresión era la “inflación sigilosa”. Sin embargo el Presidente Bernanke no tiene nada de sigiloso. No puede ser más directo. Su política es la inflación y su método es la impresión de moneda, también llamada flexibilización cuantitativa. El oro en un refugio ante este plan, aunque hay un refugio también en los valores baratos y los inmuebles infravalorados. Respecto de los bonos, son promesas de pagos en dólares, cuya definición confía el tenedor al hombre que trata de abaratarlos.
David A. Stockman, suscriptor de pago y antiguo director de la Oficina de Dirección y Presupuesto, apunta que el nombre de Willis ni siquiera aparece en el índice de los “Ensayos sobre la Gran Depresión” de Bernanke. Monetaristas como el último Milton Friedman dejaban de lado el pintoresco (para ellos) apego de Willis a la doctrina de que el crédito tiene sus orígenes no en un empleado bancario, sino en los empresarios que anticipan efectivo a otros en el proceso de producción.
“Lo paradójico”, observa Stockman,
es que H. Parker Willis y la tradición bancaria inglesa no creían en la macro-gestión de la economía agregada. Pensaban que el libre mercado se ocuparía de sí mismo mientras las facturas comerciales no se liquidaran artificial y precipitadamente en un pánico monetario. Dicho de otra forma, pensaban que el trabajo del banco central era hacer líquido el sistema bancario comercial, no hacer levitar el PIB. Así que al abrazar la teoría cuantitativa del dinero, Mr. Capitalismo y libertad [Capitalismo y libertad fue un superventas de Friedman] puso las bases para la planificación centralizada por parte de la Fed. Sí, Friedman dijo que esa macrogestión de la economía agregada debería proceder no de la intervención discrecional del Comité de Mercado Abierto, sino basarse en una regla general. Como podemos ver, su d´sicolo alumno, el Profesor Bernanke, ha hecho justamente eso. Esta gestionando la economía de EEUU basándose en su gobierno.
James Grant es editor del Grant’s Interest Rate Observer.
Este artículo reproduce el testimonio de James Grant ante el Comité de Servicios Financieros de la Cámara de EEUU, el 16 de marzo de 2