Por Gary Galles. (Publicado el 13 de mayo de 2011)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5274.
El 15 de mayo es el centenario de una de las más famosas sentencias antitrust en la historia de EEUU: el caso Standard Oil de 1911. Por desgracia, la mitología y secuelas de ese caso han socavado la competencia y dañado a los consumidores desde entonces.
El mito fue estimulado más públicamente por la periodista Ida Tarbell (cuyo padre y hermano compitieron malamente contra Standard Oil) en el capítulo “Cutting to Kill” en su The History of the Standard Oil Company, descrita por Thomas DiLorenzo como “un clásico de la propaganda antiempresarial”.
¿Cuál es el mito que llevó al Tribunal Supremo a dividir Standard Oil con el fin de proteger la competencia? En palabras del estudioso del antitrust Dominic Armentano:
La explicación popular de este caso es que la Standard Oil monopolizó la industria petrolera, destruyó a sus rivales mediante el uso de recortes predatorios en los precios, aumentó los precios a los consumidores y fue castigada por el Tribunal Supremo por estas transgresiones probadas. Buena historia, pero totalmente falsa.
El mito de la Standard Oil implicaba que nuestro sistema competitivo podía verse socavado por los precios predatorios, en los que las grandes empresas destruirían a las pequeñas y luego usarían su poder de monopolio para aumentar los precios a los consumidores. Combinado con el temor a que dichas tácticas predatorias pudieran usarse también en otros sectores, generó varias leyes antitrust pensadas para proteger a los consumidores contra estos abusos míticos.
Estas leyes incluían la prohibición de la discriminación predatoria de precios de la Ley Clayton de 1914, el poder de la Ley de Comisión Federal de Comercio de 1914 de prohibir la “competencia injusta” (una obra maestra de la vaguedad, dado que es difícil pensar cómo un oferta aceptada voluntariamente por los consumidores podría ser injusta para ellos, ausente la fuerza o el fraude) y las restricciones a la reducciones de precios y descuentos por cantidad de la Ley Robinson-Patman de 1936.
John McGee, que estudió el caso Standard Oil con una profundidad sin precedentes, informando de sus resultados en dos artículos seminales en el Journal of Law and Economics contrastaba su papel como legendario “arquetipo de monopolio predatorio en la imaginación pública” con las evidencias y determinaba que “Standard Oil no uso un recorte predatorio de precios para adquirir o mantener un poder de monopolio”.
McGee va incluso más allá de la evidencia concreta del caso Standard Oil para demostrar que incluso si una empresa tratara de monopolizar una industria, la “historia” de los precios predatorios como medio para alcanzarlo está plagada de agujeros en su lógica. (Esto es, los precios predatorios cuentan muchas más de lo que lo que cuesta la presa, que puede expandir aún más la diferencia de costes cerrando temporalmente. Salvo que al depredador se le permita comprar una víctima llevada a la quiebra, otros pueden comprar esos activos de forma barata, permitiéndoles competir de nuevo con depredador y restablecer la competencia efectiva. Sin la capacidad de impedir la entrada una vez que se haya colocado el precio de monopolio, la ganancia de monopolio desaparece. Como hace falta poder de monopolio para financiar la predación, ésta no puede ser la fuente de poder de monopolio).
McGee llega a dos conclusiones particularmente importantes:
- “Dudo que los precios predatorios sean o vayan a ser probablemente o hayan sido nunca un obstáculo significativo en el proceso competitivo”.
- “Si la interpretación popular del caso Standard Oil es en absoluto responsable del énfasis que las políticas antitrust ponen en la prácticas de negocio ‘injustas’ o ‘monopolizadoras’, ese énfasis está mal emplazado”.
Frente al supuesto daño predatorio a los consumidores contra Standard Oil, ¿qué ocurrió realmente?
El mecanismo de la explotación predatoria de los consumidores requiere un poder de monopolio sustancial que se use para aumentar los precios, reduciendo de ese modo la producción vendida. Pero Standard Oil no tenía un poder inicial de mercado, con solo en torno al 4% del mercado en 1870. Su producción y porción del mercado creció cuando su superior eficiencia rebajó sus costes de refinado (en 1897 eran de menos de un décimo de su nivel en 1896) y traspasó los ahorros en eficiencia a reducir los precios del petróleo refinado (que cayeron de más de 30 centavos por galón en 1869 a 10 centavos en 1874, a 8 centavos en 1885 y a 5,9 centavos en 1897). Nunca alcanzó un monopolio (en 1911, el año de la sentencia del Tribunal Supremo, Standard Oil tenía aproximadamente 150 competidores, incluyendo Texaco y Gulf) que le hubiera permitido aumentar monopolísticamente los precios del consumo. Así que difícilmente puede argumentarse seriamente que Rockefeller siguiera una estrategia predatoria que significara pérdidas masivas durante décadas sin alcanzar el supuesto resultado del monopolio, que era la fuente del supuesto daño al consumidor.
Standard Oil no es el único ejemplo de la supuesta predación a rechazar tras la investigación. Y eso se sabía desde hace mucho. Hace treinta años, en una investigación de más de 100 casos federales de predación, Ronald Koller no encontró ninguna evidencia de monopolio creado a través de precios predatorios en las ocho décadas precedentes que siguieron a la aprobación de la Ley Sherman en 1890. O, como resumía Thomas DiLorenzo:
Nunca ha habido ningún ejemplo evidente de un monopolio creado por los llamados precios predatorios (…) la reclamaciones de precios predatorios normalmente las hacen competidores que no están dispuestos o son incapaces de recortar sus propios precios. Así que las restricciones legales al recorte de precios en nombre de combatir la “predación” son inevitablemente proteccionistas y anticonsumidor.
Como secuela del mito de los precios predatorios, Estados Unidos tiene ahora múltiples leyes federales (así como resmas de leyes de competencia a nivel estatal) para protegernos de una amenaza inexistente. Más bien parece un buen ejemplo de la afirmación de H.L. Mencken de que: “Todo el objetivo de la política en práctica es mantener al populacho alarmado (y por tanto clamando por ser llevado a la seguridad) amenazándolo con una interminable serie de ogros, todos ellos imaginarios”.
Aun peor que la ausencia de beneficio para el consumidor de toda esta “protección” antitrust es que se ha convertido en un medio por el cual los superados en el mercado utilizan alegaciones de precios predatorios para paralizar la superioridad competitiva de los rivales, cuando las ventajas de su superioridad competitiva se trasladan en beneficio de los consumidores. El coste de dichas alegaciones se multiplica por las indemnizaciones del triple que reciben las reclamaciones antitrust con éxito. Los casos antitrust pueden costar decenas de millones de dólares en defensa: costes que los acusados deben “comerse” incluso aunque se les considere inocentes. Implican criterios vagos y por tanto arbitrarios (la competencia que beneficia a los consumidores es siempre “injusta” desde la perspectiva de quienes han sido superados) y puede requerir que los demandados (que son esencialmente culpables hasta que se pruebe su inocencia) prueben que su intención al recortar los precios era inocente, en lugar de un malvado intento de monopolización (que solo podría producirse en un mercado libre si todo consumidor creyera que estaría mejor como consecuencia). En otras palabras, es más probable que el antitrust sea una lucrativa estafa legal cuyos costes soportan en último término los consumidores, que una protección al consumidor.
La retórica del antitrust está universalmente a favor de la competencia y el consumidor y en ninguna parte es mayor que en acusar a las empresas de precios predatorios: pero la realidad de Standard Oil y otros casos en los que se declara la predación es diametralmente opuesta a los ogros míticos que han producido las múltiples leyes antitrust estatales y federales para defenderse de ellos.
Como resumía Harold Demsetz: “El intento de reducir o eliminar los precios predatorios probablemente reduzca o elimine asimismo los precios competitivos beneficiosos para los competitivos”.
En otras palabras, si tomáramos en serio la retórico a favor del consumidor del antitrust, habríamos de abandonar todo rastro de la la ley antitrust “inspirada” por el mito de la Standard Oil.
Gary M. Galles es profesor de economía en la Universidad de Pepperdine.