Por David Gordon. (Publicado el 30 de septiembre de 2009)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/3746.
[Defend America First: The Antiwar Editorials of the Saturday Evening Post, 1939-1942 • Garet Garrett • Prólogo de Bruce Ramsey • Caxton Press, 2003 • 285 páginas]
Durante las décadas de 1920 y 1930, una mayoría de los estadounidenses empezó a creer que nuestra implicación en la Primera Guerra Mundial había sido un terrible error. Se suponía que la guerra había hecho un mundo seguro para la democracia, pero el fascismo, el comunismo y el nacionalismo agresivo estaban a la orden del día n Europa. En un esfuerzo por prevenir futuras implicaciones en conflagraciones europeas, el Congreso aprobó una legislación de neutralidad estricta.
Hacia el final de la década de 1930, los estadounidenses afrontaban una cuestión crucial. ¿Obligaría a los americanos el creciente poder del régimen nazi a alterar el reciente compromiso con la neutralidad? La cuestión no podía evitarse una vez que Gran Bretaña y Francia decidieron en 1939 resistir los intentos de Hitler de revisar los tratados de Versalles y Locarno en favor de Alemania. La guerra empezó en Europa el 3 de septiembre de 1939, cuando Hitler rechazó los ultimátums británico y francés de que detuviera su invasión de Polonia.
Garet Garrett, un importante crítico del New Deal de Roosevelt, argumentó brillantemente a favor de continuar con la neutralidad estadounidense. Garrett, durante los años decisivos de 1940 y 1941, fue el redactor principal de editoriales del Saturday Evening Post, una de las revistas estadounidenses más populares por aquel entonces. Bruce Ramsey ha reunido muy útilmente una selección de artículos de Garrett de este periodo y uno un poco anterior.
Una forma de defender la neutralidad estadounidense era argumentar que Hitler no era ningún peligro para Estados Unidos. Garrett rechazaba decididamente esta línea de pensamiento. Tal y como lo veía, el régimen nazi había creado una máquina militar de poder sin parangón. Esto bien podría generar problemas serios para Estados Unidos. En un editorial del 6 de julio de 1940, Garrett decía:
Ha aparecido una nueva y temible potencia, una potencia ofensiva movida por una insaciable hambre de tierra, insensible a ningún derecho, salvo el derecho del poder. No amenaza a esta país con su invasión: al menos, no por ahora. Sí amenaza al hemisferio occidental por designios económicos y políticos en los países latinoamericanos y, para nosotros, esto es un hecho ominoso. Pero el principal aspecto de lo que ha pasado es que el mundo está en un estado de desequilibrio. (p. 51).
Si esta es la opinión de Garrett, ¿no encuentra inmediatamente una dificultad? Si a Alemania le mueve “una insaciable hambre de tierra”, ¿no debería actuar Estados Unidos para contener a este poder maligno? Si es así, ¿no debería abandonarse la neutralidad? Cualesquiera que hayan sido los errores de Gran Bretaña y las naciones aliadas con ella, ¿no interesaría a Estados Unidos ofrecer a las fuerzas contra Hitler toda ayuda posible?
Lo decisivo de la opinión de Garrett es negar que una respuesta adecuada a Hitler requiriera ayuda militar a los Aliados. Muy al contrario, Estados Unidos debía hacer sus fronteras inexpugnables a ataques:
En todo el mundo (…) solo hay un pueblo capaz de crear un poder defensivo igual al nuevo poder de agresión aterradora que ha destruido la base de la paz internacional y la civilización. Somos ese pueblo. (…)
Somos la nación más cercana a la autosuficiencia de los tiempos modernos, todo un imperio, poseyendo bastante de prácticamente cualquier cosa esencial. (…)
Nuestro poder productivo es igual al de toda Europa, y puede aumentarse, hasta donde sabemos, sin límites. (…)
Finalmente, al estar entre dos océanos, nuestras ventajas militares en el sentido militar son tales como para darnos grandes ventajas naturales ante cualquier agresor. (pp. 58-59).
Los defensores de la intervención estadounidense en la guerra podían haber contestado a Garrett así: “Tal vez Estados Unidos pueda hacer lo que dices. ¿Pero por qué deberíamos retirarnos a una Fortaleza Estados Unidos? Si como reconoces, Alemania nos amenaza, ¿por qué no deberíamos ayudar a quienes ya están luchando contra el Tercer Reich y su Führer?
Garrett se anticipó por completo a esta objeción y en su respuesta demostraba ser mejor economista que sus críticos. Si Estados Unidos enviara armas a otros países, ¿no debilitaría esto nuestras propias fuerzas? Los intervencionistas solo pensaban en los beneficios que la ayuda ayudaría a conseguir, pero ignoraban el hecho de que quitar a Estados Unidos sus armas nos debilitaría, tanto más cuando Estados Unidos no había construido aún defensas seguras. En suma, Garrett, al contrario que sus críticos, entendía completamente el concepto de coste de oportunidad.
Si resultara que privar a esta país de armamentos y enviarlos a Europa en un momento en que nuestro poder existente de defensa fuera lamentablemente inadecuado (…) hubiera sido un trágico error (…) entonces el líder que lo hubiera hecho podría desear que su página en el libro de la fama rechazara recibir tinta, pues se escribiría de él que en su apasionado celo por salvar a la civilización en Europa había olvidado a su propio país. (p. 56).
Garrett complementaba este argumento con otro punto. ¿No se dan cuenta los intervencionistas de que si arman a un bando en la guerra, el enemigo lo consideraría un acto hostil? Roosevelt, desde su notable discurso del Chicago Bridge en octubre de 1937, había hablado de la necesidad de “poner en cuarentena” a los agresores. ¿Pero cómo podía hacerse “sin guerra”, como prometían los intervencionistas? Garrett acusaba a sus oponentes intervencionistas de buscar una vitoria barata sobre las potencia del Eje. Lucharían otros, mientras que Estados Unidos se aseguraría sin un baño de sangre el fin de la amenaza alemana.
Para Garrett, esta forma de actuar era insensata y cobarde a la vez. En junio de 1940, la Armada acordó la compra de bombardeos estadounidenses para Francia, una venta que Garrett afirmaba que nos habían metido en la guerra.
Supongamos que estuviéramos en guerra y que un gobierno que ha sido neutral en las formas, pero no en el sentimiento, abriera repentinamente sus arsenales a nuestro enemigo, exactamente como hemos abierto el nuestro a los Aliados.
¿Lo consideraríamos un acto de guerra? Lo haríamos. (pp. 55-56).
No es solo que la conducta no neutral de Roosevelt generara riesgo de represalias de Alemania, sino que también mostraba una falta de fibra moral. Si los alemanes eran realmente nuestros enemigos, deberíamos asumir la batalla nosotros mismos en lugar de confiar en que otros dieran sus vidas en nuestro nombre.
Los intervencionistas raramente buscaban enfrentarse directamente a la poderosa retórica de Garrett, pero un defensor de Roosevelt suficientemente osado como para hacerlo, podría haber replicado así: “Tu defensa es demasiado exclusivamente estratégica. Aunque tuvieras razón, ¿qué pasa con la dimensión moral de la guerra? ¿No tenemos un deber de luchar contra el mal, aunque no haya llegado aún a Estados Unidos?”
Nuestro objetor imaginario está muy equivocado: Garrett no ignora la dimensión moral. Para él, la preservación de Estados Unidos como civilización independiente era un imperativo categórico. Una cruzada mundial contra el mal no podría tener éxito y pondría en peligro nuestra contribución única al mundo:
Son derrotistas quienes desarrollan la bella idea de que si Estados Unidos mostrara ahora su fortaleza en el mundo, en lugar de mantenerlo egoístamente para sí mismos, el principio del mal puede contenerse. (…) Supongamos que hubiéramos recuperado a Europa para la democracia y el principio del mal hubiera sido contenido. ¿Qué deberíamos hacer con la paz? ¿Dejársela a Europa? Ya lo hicimos una vez [sin éxito]. (…) ¿Deberíamos quedarnos como policía? ¿O deberíamos venir a casa y estar listos para volver para arreglar lo que vaya mal? (pp. 138-139).
Es evidente que Garrett había aprendido las lecciones de la inútil cruzada de Wilson.
Lo esencial del alegato de Garrett fue constante desde el principio de la guerra en Europa hasta Pearl Harbor, pero cuando Roosevelt siguió implacablemente el camino de la guerra, apareció otro asunto: Garrett y sus compañeros no intervencionistas había expuesto hábilmente su caso y sus oponentes no estuvieron remisos a seguir con su propio punto de vista. ¿Quién debería decidir entonces qué curso de acción debería seguir Estados Unidos?
Para Garrett, la respuesta era evidente: el pueblo estadounidense, a través de sus representantes en el Congreso. Por desgracia, Franklin Roosevelt tenía otras ideas. Maniobró gradualmente para meter en la guerra a Estados Unidos, al tiempo que profesaba sus intenciones pacíficas. El Congreso no era para él más que un pequeño obstáculo, a eludir o ignorar si rechazaba obedecer sus peticiones.
La política de Roosevelt de dictadura ejecutiva continuó y extendió su conducta a los asuntos internos. Garrett que hacía tiempo que era uno de los más fieros críticos del presidente en este asunto, destacaban un devastador reconocimiento de Roosevelt:
Mientras recibía en su mano de una Congreso obediente los nuevos instrumentos de poder [en 1936], el propio Mr. Roosevelt decía notablemente: “En las manos de un gobierno del pueblo, este poder es sano y adecuado”, en malas manos, añadía “pondría cadenas a las libertades del pueblo”. (p. 101).
¿Pero no podría el pueblo estadounidense, si quiere, repudiar a Roosevelt y a todas sus obras? Si los republicanos hubieran nominado a presidente a un decidido no intervencionista como el Senador Robert Taft, la elección de paz o guerra habría dependido de los votantes. Pero no lo hicieron, eligiendo en su lugar, bajo misteriosas circunstancias, a Wendell Wilkie. Éste defendía, como Roosevelt, una política no neutral de ayuda a los aliados, el engaño a los votantes de la “ayuda sin guerra” no valió para nada.
Garrett explicó así lo esencial de este asunto, con su estilo inimitable:
Cuando pensamos qué debe considerarse en la decisión [sobre si Estados unidos debería defender a Gran Bretaña y sus aliados], quién tendría que luchar y morir por ello, de quién es el país, podríamos pensar que con todos los hechos indicados, podría dejárselo al pueblo. ¿Fue así? ¿Lo votó? (p. 123).
Por cierto que lo que apunta Garrett, socava su sorprendente defensa del servicio militar. Aunque Garrett entendía bien que el servicio militar era un paso hacia el totalitarismo, pensaba que se necesitaba para construir las defensas estadounidenses. ¿No requería la naturaleza extraordinaria de la situación en Europa acciones drásticas?
Tal vez sí, pero ¿por qué no podían los estadounidenses en edad militar decir el asunto por sí mismos presentándose voluntarios? Garrett utilizaba un argumento peculiar de Woodrow Wilson de que el sistema de voluntarios “no era científico”. Hasta donde puedo entender, la opinión es que el reclutamiento permite que los hombres se utilicen eficientemente, como desee el mando central.
Con los voluntarios, las fuerzas armadas deben confiar sin sistema en los que aparezcan en las oficinas de reclutamiento. Pero este argumento ignora el hecho de que los voluntarios pueden registrarse para futuras llamadas, de la misma forma que los reclutas. En el contexto de su magnífica defensa de la libertad, el lapsus de Garrett es un fallo menor.
Garrett apuntaba que una vez que Roosevelt obtuvo la reelección, se quitó la máscara. Aunque había prometido durante las elecciones que nos mantendría lejos de “guerras extranjeras”, tres meses más tarde decía que Estados Unidos nunca aceptaría un paz dictada por agresores.
Garrett comentaba:
“Nosotros” somos el pueblo, mirando fijamente de repente al hecho de que hemos asumidos la responsabilidad última e ilimitada (moral, física y financiera) del resultado de la guerra en tres continentes, de la supervivencia del Imperio Británico y de la completa destrucción de Hitler. (p. 161).
Si el pueblo estadounidense no aceptaba este amplio y ambicioso mandato, ¿qué importaba? Roosevelt, como Woodrow Wilson antes que él, se veía como el hombre indispensable que guiaría a Estados Unidos como le viniera en gana.
David Gordon hace crítica de libros sobre economía, política, filosofía y leyes para The Mises Review, la revista cuatrimestral de literatura sobre ciencias sociales, publicada desde 1955 por el Mises Institute. Es además autor de The Essential Rothbard, disponible en la tienda de la web del Mises Institute.