Por Jeffrey A. Tucker. (Publicado el 11 de julio de 2011)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5447.
El comercio el línea será pronto del 10% de todas las ventas al detalle y está creciendo a un ritmo exponencial. Hacemos clic y compramos y, si no es un bien digital, el bien llega a casa unos pocos días después. ¿Recuerdan el “De seis a ocho semanas para recibir la entrega”? Ha desaparecido. Todo va rápido. Y si no hay existencias, se nos notifica. Podemos seguir nuestros envíos en línea, siguiendo todos sus pasos.
Los bienes van directamente del fabricante y luego a nuestras casas, eliminando las estanterías, escaparates, liquidaciones, vendedores y todo lo que hay en medio de estas etapas. La etapa más humilde (y la etapa que es cada vez más importante en el comercio moderno) es la etapa de almacenaje, en la que los productos esperan a la voluntad del consumidor para levantarse de su sueño.
El almacén ha sido una característica del mundo comercial desde los tiempos más antiguos. Incluso Jesús tuvo una parábola que incluía a un almacenista que amasa cada vez más grano sin venderlo hasta que muere. Sí, así acaba la historia.
El almacén en nuestros tiempos está asumiendo cada vez más importancia. La globalización y digitalización del comercio ha convertido al almacén de una institución útil al mismo corazón de la vida comercial.
La tecnología que rige al almacén ha sufrido una transformación en los últimos diez e incluso cinco años. En un tiempo trataba de faxes y máquinas de escribir. Ahora, los servicios web en la nube pueden conectar almacenes en todo el mundo a una docena de distintos transportistas y cientos de sitios web de ventas, todos comunicados entre sí en una fracción de segundo.
El tiempo entre la compra del usuario y la impresión de la etiqueta en la caja se ha reducido a minutos. Es completamente posible hacer una orden a las 8:00 p.m. y recibir las coas al día siguiente, incluso sin pagar por el envío.
A pesar de esta tecnología increíblemente moderna, el almacén es un mundo tan enclaustrado como un convento medieval. Su propósito no es la salvación de las almas en el más allá sino la mejora de la humanidad en ésta.
Las ciudades en todo el país han informado de gigantescos aumentos en la demanda de espacio de almacenaje. Los encargos siguen convirtiéndose en cada vez más sorprendentes: 10.000 pies cuadrados, 100.000 pies cuadrados e incluso 650.000 pies cuadrados. Están apareciendo comunidades enteras de costa a costa que no consisten sino en enormes edificios metálicos con andenes de carga y descarga.
Lo mismo está pasado en China, India, Malasia y Latinoamérica. Espacios antes deshabitados (los almacenes tienden a aparecer en áreas de bajo precio) se están transformando cada día.
Es notable que la mayoría de la gente nunca entrará en un almacén y nunca experimentará su extrañamente ocupado pero contemplativo entorno, que no se parece a ningún otro en esta tierra.
La iluminación es más baja que la que uno podría esperar y peculiar porque existe en un gigantesco espacio sin ventanas sellado firmemente por todas partes. La única luz natural que uno puede ver viene del andén de carga y descarga, un espacio que da a la por otro lado incomprensible caverna una orientación propósito espacial.
Los techos sin antinaturalmente elevados, con estantería tras estantería levantándose hasta ominosas alturas. La orientación visual se dirige por igual vertical y horizontalmente, como una antigua catedral europea y los empleados se ven igual de cómodos yendo en una dirección como en la otra.
Pueden moverse de un punto a otro tan rápidamente como pueden saltar a sus máquinas especializadas. Sus mapas digitales podrían indicar la necesidad de un palé a 50 metros de altura y atravesarán el espacio y volver con su pieza (podría pesar miles de kilos) en lo que parecen segundos.
Lo hacen sin comentarios ni siquiera advertirlo por parte de otros. Son indiferentes acerca de las proezas que asombran a los visitantes. De hecho, los empleados en el almacén no hablan sin motivo. Y cuando hablan usan un lenguaje que se refiere completamente a su trabajo. Parece como un código, pero todos se entienden. El volumen de sus voces es bajo y hablan en tonos más tranquilos de que lo que uno esperaría.
La temperatura varía en función de la estación, pero el almacén está firmemente sellado por todas partes, salvo el andén. Puede estar tonificantemente frío en invierno, con los empleados vistiendo abrigos gordos y guantes en el interior y confortablemente cálido en verano, pero siempre en un grado menos que en el mundo exterior.
Nada en el almacén está diseñado para ser bello, pero la completa utilidad de cada cosa física en él crea su propia belleza. Su orden (nada se pierde) se corresponde con una antigua definición de la propia belleza.
Y su limpieza también es algo inesperado. Sin duda un especio así de gigantesco, utilizado solo para almacenar cosas, tendría sus bolsas de polvo y mugre. No es así. Un guante blanco puede tocar cualquier cosa en el mejor almacén y seguir estando brillante.
Los sonidos que se oyen son casi completamente mecánicos: pitidos, zumbidos, chirridos de cintas transportadoras, máquinas estampadoras, camiones que van y vienen. Pueden ser repentinos y altos, pero para quienes trabajan allí nada es sorprendente. Empiezas a distinguir todo el movimiento dentro del espacio solo por los sonidos, igual que puedes decir lo que está haciendo la gente en sus casas por el ruido que hacen.
¿Qué pasa con la gente que trabaja allí? Son empleados permanentes y otros temporales que se especializan en ayudar en temporadas de mucho volumen. Hay jefes, propietarios, forzudos, contables, gestores, empaquetadores y el inevitable sabihondo que ejecuta y gestiona el software detrás del decorado.
Se atienen a la tarea todo el día, pero se relacionan socialmente muy bien durante la comida y otras pausas, que llegan tan regularmente como las horas de rezo en la vida monástica. Durante estas pausas, hablan de cualquier cosa menos de trabajo. Muestran sus diferencias en sus hábitos alimenticios, hablan de cine, comparten consejos sobre lugares con hora feliz y generalmente encuentran cosas en común en los placeres y sufrimientos de la vida diaria.
Cuando el reloj indica que es la hora de volver al trabajo y el lugar empieza a zumbar con el mecanismo coordinado y ordenado de maquinaria, software y trabajo humano: una deslumbrante integración de todas las formas de movimiento posible en este mundo.
Piensen en esto: cada cosa almacenada en un almacén está aparentemente ociosa en un sentido económico, no siendo empleada actualmente en consumo o producción. Todo está aquí bajo el supuesto de que en algún momento alguien lo comprará. Esto no puede saberse con seguridad. Es una especulación, un juicio empresarial que podría ser correcto o equivocado.
Si hubiera información perfecta acerca del futuro, el almacén no existiría en absoluto. Todos los bienes se fabricarían solo sobre la base de la necesidad, sin que hiciera falta ni necesidad de almacenamiento. A pesar de su quietud y su ordenada clama, el almacén encarna por tanto un salto enorme a lo desconocido, un monumento físico a la capacidad humana de imaginar un futuro que no podemos ver.
Esto no es un defecto del sistema. Es una característica. Y es la misma de las instituciones bancarias del pasado, que ofrecían también una función de almacén. El dinero no estaba ocioso, frente a lo que decían los opositores al patrón oro y promotores de la banca de reserva fraccionaria. Es absoluto. Era un servicio que se adecuaba a la realidad de la incertidumbre del futuro.
No fue ninguna orden del gobierno la que hizo que existieran estos almacenes. De hecho, los hemos creado los consumidores, no con demandas directas, sino con sutiles señales del mercado derivadas de interpretar las hojas de rentabilidad.
Hayek usaría aquí la expresión “orden espontáneo”, pero el almacén pone el acento en el orden. Es un ejemplo esencial de cómo un mercado operando por sí mismo, sin nadie en concreto al mando, puede crear estas células de coordinación, exhibiciones sinfónicas de productividad al servicio de la humanidad.
Enraizado profundamente en la historia y aún así indiscutiblemente moderno, el almacén ha aparecido con su propia cultura, forma y convenciones, todas creadas y moldeadas por las indicaciones del mercado y las ideas empresariales.
Jeffrey Tucker es editor de Mises.org y autor de It's a Jetsons World: Private Miracles and Public Crimes y Bourbon for Breakfast: Living Outside the Statist Quo.