Rodrigo Diaz

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November 2008 - Posts

El Estado - por Frédéric Bastiat (1801-1850)


Traducido por Alex Montero

Tomado de liberalismo.org

Composición aparecida en el Diario de Debates, número del 25 de setiembre de 1948.

Yo quisiera que se creara un premio, no de quinientos francos, sino de un millón, con coronas, cruz y cinta en favor de aquél que diera una definición buena, simple e inteligible de esta palabra: Estado.

¡Qué inmenso servicio proporcionaría a la sociedad! ¡El Estado! ¿Qué es? ¿Dónde está? ¡Qué hace? ¿Qué debería hacer?

Todo lo que nosotros sabemos es que es un personaje misterioso, y seguramente el más solicitado, el más atormentado, el más atareado, el más aconsejado, el más acusado, el más invocado y el más provocado que hay en el mundo.

Porque, Señor, no he tenido el honor de conocerle, pero yo apuesto diez contra uno a que después de seis meses Usted hace utopías, y si Usted hace utopías, apuesto diez contra uno a que Usted encarga al Estado de realizarlas.

Y Usted, Señora, estoy seguro de que desearía en el fondo de su corazón curar todos los males de la triste humanidad y que Usted no estaría de ningún modo molesta si el Estado quisiera solamente prestarse a ello.

Pero, ¡ay! El infeliz, como Fígaro, no sabe a quién oír ni a cuál lado volverse. Las cien mil bocas de la prensa y de la tribuna le gritan a la vez:

"Organiza el trabajo a los trabajadores.
Extirpa el egoísmo.
Reprime la insolencia y la tiranía del capital.
Haz experimentos sobre el estiércol y sobre los huevos.
Surca el país de rieles.
Irriga los llanos.
Puebla de árboles las montañas.
Funda granjas modelos
Funda talleres armoniosos.
Coloniza Argelia.
Amamanta a los niños.
Instruye la juventud.
Asegura la vejez.
Envía a los campos los habitantes de los pueblos.
Pondera los beneficios de todas las industrias.
Presta dinero sin interés a quienes lo deseen.
Libera Italia, Polonia y Hungría.
Eleva y perfecciona el caballo de silla.
Estimula el arte, fórmanos músicos y bailarines.
Prohibe el comercio y, a la misma vez crea una marina mercante.
Descubre la verdad y echa en nuestras cabezas una pizca de razón. El Estado tiene por misión esclarecer, desarrollar, agrandar, fortalecer, espiritualizar y santificar el alma de los pueblos."

"¡Eh! Señores, un poco de paciencia, responde el Estado, con un aire lastimoso.

"Yo intentaré satisfacerlos, pero para ello me hacen falta algunos recursos. He preparado proyectos concernientes a cinco o seis impuestos totalmente nuevos y los más benignos del mundo. Ustedes querrán el placer de pagarlos".

Pero entonces un gran grito se eleva: "¡Ah no! ¡Ah no! ¡Cuál sería el buen mérito de hacer cualquier cosa con recursos! No valdría la pena de llamarse Estado. Lejos de preocuparnos por nuevos impuestos, le conminamos a retirar los antiguos. Suprime:

El impuesto de la sal;
El impuesto de las bebidas;
El impuesto de las cartas;
La concesión;
Las patentes;
Las prestaciones."

En medio de este tumulto y después de que el país ha cambiado dos o tres veces su Estado por no tener satisfechos a todos tales demandas, he querido hacer ver que ellas han sido contradictorias. ¡De qué me he atrevido, por Dios! ¿No pude guardar para mí esta infortunada observación?

Heme aquí desacreditado ante todos por siempre, acusando recibo de que soy un hombre sin corazón y sin entrañas, un filósofo seco, un individualista, un burgués y, para decirlo todo en una palabra, un economista de la escuela inglesa o estadounidense.

¡Oh! Perdónenme, escritores sublimes, que nada me detiene, ni las mismas contradicciones. Estoy equivocado, sin duda, y me retracto de todo corazón. No pido nada mejor, estén seguros, que Ustedes hayan verdaderamente descubierto, fuera de nosotros, un ser bienhechor e inagotable, llamado Estado, que tiene pan para todas las bocas, trabajo para todos los brazos, capitales para todas las empresas, crédito para todos los proyectos, aceite para todas las llagas, alivio para todos los sufrimientos, consejo para todos los perplejos, soluciones para todas las dudas, verdades para todas las inteligencias, distracciones para todos los aburrimientos, leche para la infancia, vino para la vejez, que provee a todas nuestras necesidades, previene todos nuestros deseos, satisface todas nuestras curiosidades, endereza todos nuestros errores, todas nuestras faltas y nos dispensa a todos en adelante de previsión, de prudencia, de juicio, de sagacidad, de experiencia, de orden, de economía, de temperamento y de actividad.

¿Y por qué no lo desearía? Dios me perdone, entre más he reflexionado, más encuentro que el asunto es cómodo y estoy impaciente de tener, yo también, a mi alcance, esta fuente inagotable de riquezas y de luces, esta medicina universal, este tesoro sin fondo, este consejero infalible que Ustedes llaman Estado.

También pido que me lo muestren, que me lo definan, porque propongo la creación de un premio para el primero que descubra este fénix. Porque, en fin, bien se me recordará que este descubrimiento precioso todavía no ha sido hecho, porque, hasta ahora, a todo esto que se presenta bajo el nombre del Estado el pueblo le derroca enseguida, precisamente porque no llena las condiciones algo contradictorias del programa.

¿Falta decirlo? Temo que seamos, en este respecto, engañados por una de las más bizarras ilusiones que se hayan apoderado jamás del ser humano.

El hombre repugna de la Pena, del Sufrimiento. Y sin embargo está condenado por la naturaleza al Sufrimiento de la Privación si no acepta la Pena del Trabajo. No tiene luego más que la elección entre estos dos males.

¿Cómo hacer para evitar los dos? Hasta aquí no ha encontrado ni encontrará jamás otro medio: disfrutar del trabajo de otro; hacer de suerte que la Pena y la Satisfacción no incumban a cada uno según la proporción natural, sino que toda la pena sea para los unos y todas las satisfacciones para los otros. De allí la esclavitud, de allí la expoliación, en cualquier forma que tome: guerras, imposturas, violencias, restricciones, fraudes, etc., abusos monstruosos pero consecuentes con el pensamiento que les ha dado nacimiento. Se debe odiar y combatir a los opresores, no se puede decir que sean absurdos.

La esclavitud está terminando, gracias al Cielo, y, por otro lado, esta disposición por la que estamos listos a defender nuestro bien hace que la Expoliación directa y cándida no sea fácil. Una cosa pues permanece. Es esta infeliz inclinación primitiva que llevan dentro de sí todos los hombres a dividir en dos partes la suerte compleja de la vida, rechazando la Pena sobre otros y guardando la Satisfacción para sí mismos. Queda por ver bajo cuál forma nueva se manifiesta esta triste tendencia.

El opresor no actúa más directamente por sus propias fuerzas sobre el oprimido. No, nuestra conciencia se ha convertido en demasiado meticulosa para ello. Hay todavía tirano y víctima, pero entre ellos se coloca un intermediario que es el Estado, es decir la ley misma. ¿Qué más propio para hacer callar nuestros escrúpulos y, lo qué es quizás más apreciado, para vencer las resistencias? Luego, todos, con un título cualquiera, bajo un pretexto o bajo otro, nos dirigimos al Estado. Le decimos: "No he encontrado entre mis goces y mi trabajo una proporción que me satisfaga. Bien quisiera, para establecer el equilibrio deseado, tomar algún poco del bien de otro. Pero esto es peligroso. ¿No podría Usted facilitarme la cosa? ¿No podría darme una buena plaza? ¿O bien dificultar la industria de mis competidores? ¿O bien prestarme capitales que Usted haya tomado a sus propietarios? ¿O asegurarme el bienestar cuando tenga cincuenta años? Por este medio, llegaré a mi meta con toda tranquilidad de conciencia, porque la ley misma habrá actuado por mí, ¡y tendré todas las ventajas de la expoliación sin tener ni los riesgos ni los odios!

Como es cierto, por una parte, que dirigimos todos al Estado alguna demanda semejante y que, por otra parte, está comprobado que el Estado no puede procurar satisfacción a los unos sin aumentar el trabajo de los otros, en espera de otra definición del Estado me creo autorizado a dar aquí la mía. ¿Quién sabe si me llevaré el premio? Hela aquí:

El Estado es la gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de todo el mundo.

Porque, hoy como en otros tiempos, cada uno, un poco más, un poco menos, quisiera aprovecharse del trabajo de otro. Este sentimiento no se osa exhibirlo, se disimula a sí mismo; ¿y entonces qué se hace? Se imagina un intermediario, se envía al Estado, y cada clase por turno viene a decirle: "Usted que puede tomar lealmente, honestamente, tome del público y compartiremos". ¡Ay! El Estado no tiene más que inclinarse a seguir el diabólico consejo; porque está compuesto de ministros, de funcionarios, de hombres en fin, quienes, como todos los hombres, llevan en el corazón el deseo y toman siempre con ardor la ocasión de ver agrandarse sus riquezas y su influencia. El Estado, pues, comprende de prisa el partido que puede sacar del papel que el público le ha confiado. Será el árbitro, el amo de todos los destinos: tomará mucho, luego se dejará mucho a sí mismo; multiplicará el número de sus agentes, ensanchará el círculo de sus atribuciones; terminará por adquirir proporciones aplastantes.

Pero lo que falta señalar es la asombrosa ceguera del público en todo esto. Cuando los soldados victoriosos reducen a los vencidos a esclavitud, han sido bárbaros, pero no han sido absurdos. Su meta, como la nuestra, fue vivir a expensas del otro; pero, como a nosotros, no les falló. ¿Qué debemos pensar de un pueblo donde no parece sospecharse que el pillaje recíproco no es menos pillaje porque sea recíproco, que no es menos criminal porque se ejecute legalmente y con orden, que no se ajusta para nada al bienestar público, que lo disminuye por el contrario tanto como cuesta este intermediario dispendioso que llamamos Estado?

Y a esta gran quimera la hemos colocado, para edificación del pueblo, en el frontispicio de la Constitución. He aquí las primeras palabras del preámbulo: "Francia se constituye en República para llamar a todos los ciudadanos a un grado siempre más elevado de moralidad, de luz y de bienestar."

Así, es Francia o la abstracción quien llama a los franceses o las realidades a la moral, al bienestar, etc. ¿Hay que abundar en el sentido de esta bizarra ilusión que nos lleva a todos a esperar otra energía que la nuestra? ¿Hay que dar a entender que hay, al lado y fuera de los franceses un ser virtuoso, esclarecido, rico, que puede y debe verter sobre ellos sus beneficios? ¿Hay que suponer, y por cierto muy gratuitamente, que hay entre Francia y los franceses, entre la simple denominación abreviada, abstraída, de todas las individualidades y de estas individualidades mimas, relaciones de padre a hijo, de tutor a pupilo, de profesor a escolar? Sé bien que se dice a veces metafóricamente: La patria es una madre tierna. Pero para atrapar en flagrante delito de inanidad a la proposición constitucional, es suficiente mostrar que puede ser invertida no solo diría que sin inconveniente, sino incluso con ventaja. ¿La exactitud sufriría si el preámbulo hubiera dicho:

"Los franceses se han constituido en República para llamar a Francia a un grado siempre más elevado de moralidad, de luz y de bienestar"?.

Ahora bien, ¿cuál es el valor de un axioma en el que el sujeto y el predicado pueden cambiar de sitio sin inconveniente? Todo el mundo comprende cuando se dice: la madre amamantará al niño. Pero sería ridículo decir: el niño amamantará a la madre.

Los estadounidenses se hacían otra idea de las relaciones de los ciudadanos con el Estado cuando colocaron a la cabeza de su Constitución estas simples palabras:

"Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, para formar una unión más perfecta, establecer la justicia, asegurar la tranquilidad interior, proveer a la defensa común, acrecentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad a nosotros mismos y a nuestra posteridad, decretamos, etc."

Aquí el punto de creación quimérica, punto de abstracción a la que los ciudadanos piden todo. No esperan nada más que de ellos mismos y de su propia energía.

Si se me permite criticar las primeras palabras de nuestra Constitución, no hace más, como se podría creer, que una pura sutileza metafísica. Pretendo que esta personificación del Estado ha sido en el pasado y será en el provenir una fuente fecunda de calamidades y de revoluciones.

He aquí el Público de un lado, el Estado del otro, considerados como dos seres distintos, éste teniendo que entregar a aquél, aquél teniendo derecho a reclamar de éste el torrente de felicidades humanas. ¿A qué debe llegarse?

Al hecho de que el Estado no es manco ni puede serlo. Tiene dos manos, una para recibir y otra para dar, dicho de otro modo, la mano ruda y la mano dulce. La actividad de la segunda está necesariamente subordinada a la actividad de la primera.

En rigor, el Estado puede tomar y no dar. Esto se observa y se explica por la naturaleza porosa y absorbente de sus manos, que retienen siempre una parte y algunas veces la totalidad de lo que ellas tocan. Pero lo que no se ha visto jamás ni jamás se verá e incluso no se puede concebir es que el Estado dé al público más de lo que le ha tomado. Es luego muy loco que tomemos alrededor de él la humilde actitud de mendigos. Es radicalmente imposible conferir una ventaja particular a algunos individuos que constituyen la comunidad sin infligir un daño superior a la comunidad entera.

Se encuentra luego colocado, por nuestras exigencias, en un círculo vicioso manifiesto.

Si rehusa el bien que se exige de él, es acusado de impotencia, de mala voluntad, de incapacidad. Si intenta realizarlo, se reduce a golpear al pueblo con impuestos redoblados, a hacer mayor mal que bien, a atraerse, por otro lado, la desafección general.

Así, en el público hay esperanzas, en el gobierno dos promesas: muchos beneficios y no impuestos. Esperanzas y promesas que, siendo contradictorias, no se realizan jamás.

¿No es ello la causa de todas nuestras revoluciones? Porque entre el Estado, que prodiga promesas imposibles, y el público, quien ha concebido esperanzas irrealizables, se vienen a interponer dos clases de hombres: los ambiciosos y los utópicos. Su papel está totalmente trazado por la situación. Es suficiente a estos cortesanos de popularidad gritar a las orejas del pueblo: "El poder te engaña; si nosotros estuviéramos en su lugar, te colmaríamos de beneficios y te liberaríamos de impuestos".

Y el pueblo cree, y el pueblo espera, y el pueblo hace una revolución.

Tan pronto sus amigos se encargan de los asuntos, son urgidos a ejecutarlos. "Denme luego trabajo, pan, seguros, crédito, instrucción, colonias, dice el pueblo, y sin embargo, según sus promesas, libérenme de las garras del fisco".

El Estado nuevo no está más apurado que el Estado antiguo, pues, en realidad lo imposible bien se puede prometer, pero no cumplir. Busca ganar tiempo, que le hace falta para madurar sus vastos proyectos. Primero, hace algunos tímidos ensayos; por un lado, extiende un poco la instrucción primaria; por el otro, modifica un poco el impuesto de las bebidas (1830). Pero la contradicción sales siempre por delante; si quiere ser filántropo, está forzado a permanecer fiscal; si renuncia al fisco, le falta renunciar también a la filantropía.

Estas dos promesas se impiden siempre y necesariamente la una a la otra. Usar del crédito, es decir, devorar el provenir, es de hecho un medio actual de conciliarlos; se ensaya hacer un poco de bien en el presente a expensas de mucho mal en el porvenir. Pero este proceder evoca el espectro de la bancarrota a quien toma el crédito. ¿Qué hacer luego? Entonces el Estado nuevo toma su parte valientemente; reúne las fuerzas para mantenerse, sofoca la opinión, recurre a lo arbitrario, ridiculiza sus antiguas máximas, declara que se no puede administrar más que con la condición de ser impopular; en una palabra, se proclama gubernamental.

Y está aquí lo que los otros buscadores de popularidad esperan. Ellos explotan la misma ilusión, pasan por la misma vía, obtienen el mismo éxito, y van sobre todo a hundirse en el mismo abismo. Así hemos llegado a febrero. En esta época, la ilusión que ha sido objeto de este artículo había penetrado más que nunca en las ideas del pueblo con las doctrinas socialistas. Más que nunca, se esperaba que el Estado bajo la forma republicana abriera totalmente la gran fuente de beneficios y cerrara la de impuestos. "Me he equivocado a menudo, - dice el pueblo - pero me vigilaré a mí mismo para no equivocarme una vez más."

¿Qué puede hacer el gobierno provisional? ¡Ay! Lo que se hace siempre en coyunturas parecidas: prometer y ganar tiempo. No faltaba más, y para dar a sus promesas más solemnidad, las fija en sus decretos. "Aumento del bienestar, disminución del trabajo, seguridad, crédito, instrucción gratuita, colonias agrícolas, roturación y al mismo tiempo reducción del impuesto de la sal, de las bebidas, de las cartas, de la carne, todo será concedido? al venir la Asamblea Nacional".

La Asamblea Nacional ha venido, y como no se pueden realizar dos contradicciones, su tarea, su triste tarea, se ha limitado a retirar, lo más suavemente posible, uno tras otro, todos los decretos del gobierno provisional.

Sin embargo, para no volver la decepción más cruel, ha sido necesario transigir un poco. Ciertos compromisos se han mantenido, otros han recibido un muy limitado comienzo de ejecución. También la administración actual se esfuerza en imaginar nuevos impuestos.

Ahora me transporto con el pensamiento a algunos meses en el porvenir, y me pregunto, con tristeza en el alma, lo que vendrá cuando los agentes de la nueva creación vayan a nuestras campiñas a colectar los nuevos impuestos sobre las sucesiones, sobre las rentas, sobre los beneficios de la explotación agrícola. Que el Cielo desmienta mis presentimientos, pero veo allí un papel a desempeñar por los buscadores de popularidad.

Lean el último Manifiesto de los Montagnards, aquél que se ha emitido a propósito de la elección presidencial. Es un poco largo, pero, después de todo, se resume en dos palabras: El Estado debe dar mucho a los ciudadanos y tomar poco de ellos. Es siempre la misma táctica o, si se quiere, el mismo error.

"El estado debe dar gratuitamente instrucción y educación para todos los ciudadanos".

Debe: "Una enseñanza general y profesional apropiada hasta donde sea posible a las necesidades, a las vocaciones y a las capacidades de cada ciudadano".

Debe: "Enseñar sus deberes hacia Dios, hacia los hombres y hacia sí mismo; desarrollar sus sentimientos, sus aptitudes y sus facultades, darles en fin la ciencia de su trabajo, el entendimiento de sus intereses y el conocimiento de sus derechos".

Debe: "Poner al alcance de todos las letras y las artes, el patrimonio del pensamiento, los tesoros del espíritu, todos los disfrutes intelectuales que elevan y fortalecen el alma."

Debe: "Reparar todo siniestro, incendio, inundación, etc. (este et caetera dice más de lo que dice) sufrido por un ciudadano."

Debe: "Intervenir en las relaciones del capital con el trabajo y hacerse regulador del crédito."

Debe: "A la agricultura estímulos serios y una protección eficaz".

Debe: "Volver a comprar los ferrocarriles, los canales, las minas" y sin duda también administrarlas con esa capacidad industrial que le caracteriza.

Debe: "provocar las iniciativas generosas, estimularlas y ayudarlas con todos los recursos capaces de hacerlas triunfar. Regulador del crédito, comanditará ampliamente las asociaciones industriales y agrícolas, a fin de asegurar el éxito."

El Estado debe todo ello, sin perjuicio de los servicios a los que debe hacer frente hoy; y, por ejemplo, deberá tener siempre respecto a los extranjeros una actitud amenazante, pues dicen los signatarios del programa "ligado por esta solidaridad santa y por las precedentes de la Francia republicana, llevamos nuestros votos y nuestras esperanzas más allá de las barreras que el despotismo eleva entre las naciones: el derecho que queremos para nosotros, lo queremos para todos aquellos a los que oprime el jugo de las tiranías; queremos que nuestra gloriosa armada sea, si hace falta, la armada de la libertad".

Verán que la mano dulce del Estado, esta buena mano que da y que reparte, estará muy ocupada bajo el gobierno de Montagnard. ¿Creen Ustedes quizás que lo estará de la misma manera la mano ruda, esta mano que penetra y extrae de nuestros bolsillos?

Desengáñense. Los buscadores de popularidad no sabrán su oficio si no tienen el arte de mostrar la mano dulce ocultando la mano ruda.

Su reino será seguramente el jubileo del contribuyente. "Es lo superfluo, dicen, no lo necesario lo que el impuesto debe atacar."

¿No será un buen tiempo aquél en que, para colmarnos de beneficios, el fisco se contentará con mermar nuestro superfluo?

Esto no es todo. Los Montagnards aspiran a que "el impuesto pierda su carácter opresivo y no sea más que un acto de fraternidad".

¡Bondad del cielo! Sabía bien que está de moda meter la fraternidad en todas partes, pero no sospechaba que se la pudiera meter en el cobro del recaudador.

Llegando a los detalles, los signatarios del programa dicen:

"Queremos la abolición inmediata de los impuestos que golpean a los objetos de primera necesidad, como la sal, las bebidas, et caetera.
"La reforma del impuesto a los bienes raíces, de las concesiones, de las patentes.
"La justicia gratuita, es decir la simplificación de formas y la reducción de gastos." (Esto sin duda se refiere al timbre.)

Así, impuesto a los bienes raíces, concesiones, patentes, timbre, sal, bebidas, correos, todo eso desaparece. Estos señores han encontrado el secreto de dar una actividad ardorosa a la mano dulce del Estado paralizando su mano ruda.

Bien, pregunto al lector imparcial, ¿no es eso infantilismo, y más aún, infantilismo peligroso? ¿Cómo el pueblo no hará revolución sobre revolución una vez que decide a no detenerse hasta que haya realizado esta contradicción: "No dar nada al Estado y recibir mucho!"

¿Creen que si los Montagnards llegarán al poder no serán las víctimas de los medios que han empleado para tomarlo?

Ciudadanos, en todos los tiempos dos sistemas políticos han estado presentes y ambos pueden apoyarse en buenas razones. Según uno, el Estado debe hacer mucho, pero también debe tomar mucho. Según el otro, esa doble función se debe hacer sentir poco. Entre los dos sistemas es necesario optar. Pero en cuanto a un tercer sistema, que participe de los otros dos y que consista en exigir del Estado sin darle nada, es quimérico, absurdo, pueril, contradictorio, peligroso. Aquellos que lo ponen por delante para darse el placer de acusar a todos los gobernantes de impotencia y exponerles así a ataques, estos a Ustedes los adulan o los engañan, o al menos se engañan a ellos mismos.

En cuanto a nosotros, pensamos que el Estado no es o no debería ser otra cosa que la fuerza común instituida no para ser entre todos los ciudadanos un instrumento de opresión y de expoliación recíproca sino, por el contrario, para garantizar a cada uno lo suyo y hacer reinar la justicia y la seguridad.

Endeudándose a corto plazo e invirtiendo a largo plazo: iliquidez y colapso del crédito

Tomado de liberalismo.org

Por Antal Fekete
Traducido por Jesús Gómez Ruiz

Este artículo fue publicado en 1984. Agradecemos a Elizabeth Courier, del Comitee for Monetary Research and Education (CMRE), su autorización para hacerlo disponible en internet en lengua española.

El concepto de liquidez se encuentra en el núcleo de todos los problemas económicos. Es una curiosa aberración de nuestros tiempos que este concepto tan importante e incluso la existencia misma de los fenómenos económicos que este concepto representa, sea negado vehementemente por los economistas más representativos de las corrientes económicas vigentes. Todo esto muy a pesar del hecho de que dos de los más grandes pensadores de la economía de todos los tiempos, Adam Smith (1723-1790) y Carl Menger (1840-1921), dieran gran importancia al concepto de liquidez y lo emplearan en la explicación de importantes fenómenos económicos.

Una de las más grandes contribuciones a la ciencia económica es la "teoría del crédito comercial" (commercial loan theory) tal como se describe en la obra de Adam Smith La Riqueza de las Naciones (Wealth of nations) publicada por primera vez en 1776. Adam Smith escribió que la masa de los productos de consumo (terminados o semiterminados) que cambian de manos con la suficiente rapidez desde los productores, a través de los distribuidores hasta los puntos de venta minorista y que serán adquiridos por el consumidor final en un plazo de 91 días (llamado por A. Smith el capital social circulante –social circulating capital–) tiene una liquidez solamente superada por los metales moneda, oro y plata. A. Smith no tuvo ninguna dificultad para demostrar su tesis. Hay un mínimo de consumo, absolutamente indispensable, para el normal funcionamiento de la sociedad, que proyectado a 91 días (la duración de una estación completa del año) en el futuro, corresponde a un volumen de productos terminados o semiterminados en su camino desde los productores a los consumidores finales. Estos productos seguirán su curso incluso en ausencia de dinero, en el advenimiento de un desastre nacional, bajo una ocupación militar, o en cualquier otra situación adversa, debido a que la bondad del crédito emitido con el respaldo de estos productos no puede ser cuestionada de manera alguna. Antes se pondrá en duda la validez de aserciones tales como que la gente debe comer, vestir, usar combustible para calefacción, etc., que cuestionar la solvencia del crédito que mantiene el flujo de los productos que satisfacen las más urgentes necesidades de las personas.

La liquidez de los productos más urgentemente demandados por la gente, es decir, la liquidez del capital social circulante se manifiesta en el hecho de que estos productos cambian de dueño no contra pago en metálico sino contra pago en un tipo de papel denominado real bills.

Debido a esta característica distintiva del capital social circulante, es por lo que la teoría de la liquidez de Adam Smith es conocida como la doctrina de las real bills. El término fue acuñado por los detractores de la liquidez, dándole connotaciones peyorativas, pero con el tiempo llegó a ser respetado (de la misma forma que, a pesar del carácter peyorativo dado por Karl Marx al término "capitalismo", éste llegó a ser una palabra admirable y llena de fuerza para referirse al sistema de iniciativa privada y libre empresa en contraposición al dirigismo socialista y la planificación centralizada).

Una real bill (letra o efecto comercial) se libra por el proveedor de bienes de consumo sobre su cliente en el momento de la entrega de los productos y se paga cuando el producto es vendido al consumidor final (en cualquier caso siempre antes de 91 días). Una real bill conocida como bill of exchange (letra de cambio) es tan líquida como el dinero cuando está aceptada por el librado (el que recibe la mercancía del librador de la letra). De hecho una letra de cambio puede "circular" por sí misma. La única diferencia entre la circulación de una letra de cambio y la circulación de billetes bancarios es que la primera está sujeta a un plazo temporal para su descuento (su valor nominal se descuenta de acuerdo al tipo de descuento y al número de días que faltan para su vencimiento), mientras que los billetes bancarios se aceptan a su valor nominal y su vencimiento es a la vista.

Sin embargo, tal como A. Smith nos advierte en su obra, sería un error el concluir que un billete de banco es un instrumento superior simplemente por el hecho de no estar sujeto a descuento. De hecho, un billete bancario es un pasivo del banco equilibrado por un activo autoliquidable, el cual, es una letra o un metal monetario. El metal monetario es autoliquidable ya que es aceptado como pago de una deuda sin ser legal o contractualmente convertible en algo distinto. En otras palabras, los metales monetarios representan liquidez absoluta. Son la liquidez por excelencia. Por otro lado, las letras (real bills) son autoliquidables, ya que a su vencimiento se pagan con el producto de la venta de los bienes de consumo subyacentes. Por contraste, una letra financiera (por ejemplo, aquella emitida para financiar la construcción de un hotel) no es autoliquidable, ya que el dinero ha sido convertido en los ladrillos y materiales que constituyen el hotel y el comienzo del proceso de amortización de los costes del hotel exigirá un tiempo más largo.

El vencimiento a un máximo de 91 días para las letras (real bills) no se deriva de una cábala. Noventa y un días es la duración de una estación del año. El tipo y la cantidad de bienes demandados por los consumidores cambian con las estaciones del año. Si no puede garantizarse la venta de una cierta mercadería en un plazo de 91 días, con mayor motivo no podrá garantizarse su venta en un plazo de 3x91=273 días, hasta que la misma estación del año vuelva a aparecer. No pueden usarse letras para los bienes que se mueven con esta lentitud, debiéndose financiar su inventario mediante otros medios (esto es, ahorro real). Si 91 días pueden parecer arbitrarios, la Providencia es responsable por hacer el año de 365 días y dividirlo en cuatro estaciones. En cualquier caso, la liquidez de las letras se juzga y decide por el mercado de letras y no por los teóricos.

En el mercado de letras (por ejemplo, aquel que floreció en Lancashire y Manchester en los tiempos de Adam Smith) siempre se rechazaban todas las letras libradas con vencimiento superior a los 91 días. Mientras que una letra con dos buenas firmas y vencimiento igual o inferior a 91 días podía ser comprada y vendida a continuación sin pérdida alguna, otra letra con las mismas dos buenas firmas pero vencimiento superior a los 91 días generalmente ocasionaba una pérdida. Tales letras no eran líquidas. No podían ser liquidadas con la suficiente rapidez o sencillez. En el mercado de letras también se rechazaban aquellas cuyo librador y librado eran una empresa y su subsidiaria respectivamente. Estas letras eran conocidas "letras cerdo sobre puerco" (pig on pork bills). Las letras financieras, de anticipo (sobre producción futura y del tesoro) no corrían mejor suerte. Los bancos comerciales pujaban por las letras real bills en el mercado de letras, debido a que el papel autoliquidable de forma automática ha sido siempre considerado la forma de activo más fiable y líquida que un banco puede poseer para equilibrar su pasivo a la vista (billetes y depósitos). La banca comercial creció en importancia debido a que el crédito de un banco es frecuentemente más fácilmente negociable que el crédito de los productores y distribuidores de los bienes más urgentemente demandados por los consumidores finales. Esto es debido a las siguientes razones:

  • Los billetes y depósitos bancarios son negociables "a la vista", es decir, en el plazo más corto.
  • Los billetes bancarios se emiten en denominación estándar y debido a su convertibilidad a la vista, normalmente no son descontados.
  • Los bancos están siempre en primera plana, bajo el escrutinio del público y se asume, de manera acertada o equivocada, que cualquier problema relativo a la calidad del crédito bancario será puesto de manifiesto inmediatamente (no puede decirse necesariamente lo mismo del crédito de los productores y distribuidores de bienes de consumo).

Al contrario que la liquidez, que es una categoría económica, la negociabilidad es una cualidad institucional. Los acuerdos institucionales que pueden alterar y de hecho tienen un impacto en la negociabilidad, no afectan a la liquidez que es algo intrínseco. Esto nos devuelve a nuestro punto de partida, idea original de Adam Smith, de que los billetes bancarios no pueden ser más líquidos que las letras (real bills) existentes en la cartera de los bancos que los emiten. La fuerza y credibilidad de las letras no se deriva del crédito de los bancos o gobiernos que las libran. La causalidad va en el otro sentido: el crédito de un banco o Gobierno es tan bueno o malo como la liquidez de los activos que equilibran su pasivo.

Casi un siglo después de que se escribiera La Riqueza de la Naciones, Carl Menger, otro gigante de la ciencia económica y pionero del moderno subjetivismo, estableció en su obra Grundsätze (traducida al español como Principios de Economía política) los elementos de una teoría de la liquidez más completa (Absatzfähigkeit).

Menger observó que los mercados no cotizaban un solo precio sino dos, el más bajo o precio ofrecido por un bien (bid price) y el más alto o precio pedido (asked price), y que la diferencia entre ellos (spread) nunca podía ser cero. Aunque la ciencia económica poco puede decir sobre los precios y su evolución, no ocurre lo mismo con su spread. Menger observó que tanto el precio ofrecido como el pedido se cotizaban para cantidades definidas de bienes y que invariablemente un spread más amplio estaba asociado a cantidades mayores. Esto llevó al resultado (que para Menger fue un teorema deductivo en lugar de inductivo) de que el spread es una función creciente de la cantidad. Pero el ritmo de crecimiento del spread no es igual para todos los bienes. Mientras para el oro es muy lento (casi despreciable), para los bienes perecederos es muy rápido. Por tanto, podemos definir la liquidez de un bien económico en términos de su spread. Podemos decir, siguiendo a Menger, que un bien es más líquido que otro si su spread se incrementa más despacio que el del otro en función de la cantidad.

Menger introdujo el concepto de liquidez porque quería entender la razón por la que el oro llegó a ser dinero. Menger descartó la teoría cartalista, según la cual el oro fue declarado dinero y moneda de curso legal por decreto de un soberano y su pueblo, que acordaron el incluir la efigie del soberano en cada porción de oro como garantía de su peso y ley. Al contrario, fue un proceso de mercado lo que promovió al oro (y a la plata) a la posición de liquidez suprema y el soberano encontró apropiado el unirse a la elección del mercado.

En las etapas más avanzadas del sistema de trueque era posible clasificar varios bienes de acuerdo con su liquidez. En la antigüedad las cabezas de ganado, la sal, el grano y el tabaco junto con los metales y piedras preciosas alcanzaron gran liquidez. Más tarde, con el desarrollo del comercio, la liquidez de los metales preciosos (oro y plata) comenzó a crecer con rapidez dejando la de otros bienes muy atrás. Hasta hace sólo 130 años existían dudas sobre si habría un ganador absoluto ó serían conjuntamente el oro y la plata quienes reinarían como los bienes más líquidos. Sin embargo, en la década de 1870 se decantó la obtención de la máxima liquidez a favor del oro y como reconocimiento de este hecho la inmensa mayoría de las naciones civilizadas (con la notable excepción de China) habían adoptado el patrón oro en 1914.

La teoría de Menger sobre el origen del dinero es la mejor que tenemos. A su validez histórica añade su claridad conceptual y más aún, extiende y generaliza la desarrollada por Adam Smith. Las teorías de Menger y Smith ponen de manifiesto de forma clara el proceso por el que el oro, el bien más líquido, y las letras de cambio, el segundo bien más líquido, han llegado a ser la base de nuestro sistema monetario.

Los fundamentos lógicos de la teoría de los préstamos comerciales de Adam Smith (según la cual los préstamos más líquidos que un banco puede realizar son los préstamos a corto plazo, –autoliquidables– sobre bienes de intensamente demandados en su camino desde el productor al consumidor final; ya que al venderse los bienes se obtienen los medios para liquidar el préstamo) consistían en que los bancos deben prestar a corto ya que piden prestado a corto. Sin embargo, las prácticas bancarias se han apartado gradualmente de este ideal al comenzar a prestar a largo mientras piden prestado a corto, violando el principio de la liquidez. Después del esplendor alcanzado con la teoría de la liquidez de Smith y Menger, las subsiguientes teorías pueden considerarse más un retroceso que un progreso. La teoría de la liquidez desarrollada en nuestro siglo no es más que una apología poco sólida en favor de la iliquidez crónica de los bancos, según iban surgiendo nuevas teorías para respaldar las nuevas prácticas. Para el propósito de este ensayo, explicaremos cinco etapas de esta degradación teórica: (1) La teoría de los coeficientes de reserva (balance sheet ratios); (2) la teoría de la negociabilidad-redescontabilidad (shiftability); (3) la teoría del flujo de caja (cash flow); (4) la teoría de la gestión de la liquidez; y (5) la teoría de la licuefacción.

La teoría de los coeficientes de reserva (balance sheet ratios)<!--[if supportFields]-->

La imperecedera gloria de la teoría del crédito comercial elaborada por Adam Smith es que hace corresponder la creación de dinero con la llegada de nuevos bienes a los mercados. Sin embargo, las prácticas bancarias se han separado progresivamente del ideal expuesto en La Riqueza de las Naciones. Tales prácticas pueden describirse como un desfase entre los vencimientos de los activos y los pasivos del balance. Como consecuencia, el dinero se crea más rápido de lo que la llegada de nuevos bienes al mercado justifica.

Para entender qué ha estado sucediendo y por qué, es preciso tener en cuenta que los bancos han sido protegidos por el Estado contra sus acreedores, quienes fueron privados del derecho de exigir la liquidación en caso de incumplimiento de contrato. En consecuencia, los bancos siguieron emitiendo papel del cual no responderían al vencimiento. Así, los bancos están por encima del derecho de quiebra aplicable a toda persona o empresa: un banco puede seguir funcionando si el Estado lo considera conveniente, aun a pesar de que haya incumplido la ley o sus compromisos.

Desde luego, esta protección que otorga el Estado a los bancos no puede justificarse ni jurídica ni lógicamente. Equivale a conceder privilegios sin exigir las correspondientes responsabilidades. Los bancos, como era de esperar, se tomaron la licencia de obviar los principios elementales de la seguridad y la liquidez. Empezaron a forrarse con las extraordinarias ganancias procedentes de inversiones especulativas y a largo plazo, financiadas con deudas a corto plazo.

Bajo la protección del Estado, los bancos se hicieron con el control del mercado de letras. El papel emitido por productores ineficientes fue a esconderse en las carteras de efectos de los bancos para evitar el examen y posterior rechazo del público. Antiguamente este papel tenía que arreglárselas él solo cada día en el mercado de letras hasta su vencimiento. Una vez llegado este, y pasados dos días de cortesía, si la letra era impagada, el librado, el librador y los endosantes arruinaban su crédito. Hoy en día, los bancos pueden proteger las letras de dudosa calidad, lo que en realidad equivale a un subsidio a los productores ineficientes y a la especulación con inventarios.

Un banquero compasivo renueva el crédito sin demasiadas alharacas. El juicio del interventor vino a sustituir a la sabiduría del mercado abierto.

Los teóricos no se quedaron atrás. La liquidez fue redefinida como la ratio entre créditos y depósitos, el cual muestra hasta qué punto ha empleado su capacidad de prestar.

Aunque esta ratio podría usarse como medida de la iliquidez, es completamente inadecuado para medir la liquidez, precisamente porque oculta activos de dudosa calidad. Si fuera una medida adecuada del grado de liquidez, entonces tendría que asumirse que todos los créditos son a corto plazo y autoliquidables. Pero la nueva teoría se elaboró precisamente porque era necesario desviar las miradas indiscretas de la estructura de vencimientos de los préstamos del banco.

Una teoría completa de la liquidez bancaria debe incluir varias ratios; de suyo, uno por cada categoría de vencimiento. El más importante de ellos es la ratio de activos monetarios contra depósitos. Cuanto más cercano esté a uno, más líquida será la entidad. Después está la ratio de activo contra deudas entre 3 y 12 meses, etc. Si todos los bancos son ilíquidos en el sentido de que sus deudas vencen antes que sus créditos, entonces no pueden cumplir con sus obligaciones si no es monetizando sus deudas, esto es, los bancos se ven obligados a vender sus créditos a largo al Banco Central para entre "hacer caja" y poder atender sus deudas a corto plazo. Merced a este proceso, el Banco Central convierte deudas en dinero de curso legal. Sin embargo, este expediente no carece de consecuencias. Como veremos, una vez que los bancos empiezan a transitar por la senda de la monetización de deuda ponen en marcha un círculo vicioso que tiene su propia dinámica interna. El crecimiento equilibrado de la economía sólo es posible si se presta la debida atención a la liquidez del sistema bancario.

La teoría de la negociabilidad-redescontabilidad (shiftability)

Después de la Primera Guerra Mundial el profesor Harold G. Moulton expuso su teoría de la negociabilidad, de acuerdo con la cual, en condiciones normales, la liquidez no es tanto un problema de vencimiento como un problema de transferir los activos a otros bancos y "hacer caja". Si un banco en problemas puede obtener ayuda de otro en mejor situación no es tan necesario atender a la casación de plazos. En lugar de esto los bancos confían en activos que puedan ser transferidos a otros bancos antes del vencimiento para hacer frente a sus necesidades de tesorería. La liquidez se identifica con la transferibilidad (shiftability).

La nueva doctrina mudó la fuente de liquidez desde el préstamo a la cartera de inversiones, especialmente inversiones en deuda pública. Sin embargo, la teoría era irremediablemente falsa: el problema de la liquidez es, precisamente, cómo proteger la solvencia del banco en tiempos difíciles, cuando todos los bancos y sus clientes se esfuerzan por mejorar sus posiciones de liquidez. El banquero prudente sabe que el papel del Estado no es una inversión líquida porque en tiempos difíciles no se puede vender (transferir) sin levantar sospechas sobre la situación del banco. Pero aunque el banco no tenga razones para preocuparse por las sospechas, hay situaciones en las que no se puede vender el papel del Estado sin ocasionar al Tesoro tremendos apuros.

El mercado de deuda pública se hundió en 1920 engullendo una parte considerable de los activos bancarios ante la sorpresa y consternación de los banqueros. El mercado les enseñó que no era prudente ni seguro invertir en deuda del Estado por un importe superior al del capital del banco. No obstante la lección se olvidó pronto.

La teoría del cash-flow

Un nuevo concepto de liquidez conocido como la doctrina del cash flow introducido por Herbert W. Prochnow después de la Segunda Guerra Mundial. Una vez más, es patente que se promueven nuevas teorías para justificar nuevas prácticas. La fachada del descuento de letras al menos se había conservado por bastante tiempo, aunque en realidad, al vencimiento se renovaba sistemáticamente el crédito.

Pero después de la Segunda Guerra Mundial cesaron los ambages: préstamos a largo plazo cuya amortización se hacía coincidir con el cash flow esperado del cliente. Prochnow sugirió que la liquidez bancaria consistía en la capacidad de los prestatarios de pagar las cuotas de sus préstamos y no en su capacidad de liquidar su deuda. Así, un préstamo incobrable todavía podría servir como fuente de liquidez siempre y cuando el prestatario siga pagando los intereses (incluso si para ello el banco tiene que comprometer recursos adicionales). En otras palabras, los bancos pueden crear liquidez "echando dinero bueno sobre dinero malo". El Banco Central lo refrendará todo.

Si creemos que el Banco Central puede validar todos los malos créditos que los bancos comerciales han concedido en el pasado sin hacer su propia posición más ilíquida, entonces creemos en milagros. Es cierto que el castigo para el Banco Central por olvidar su propia liquidez puede no ser inmediato, pero es, sin embargo, inevitable.

La teoría de la gestión de la liquidez (liquidity management)

Antes de los años 60 los banqueros veían la liquidez casi exclusivamente en el activo del balance. Desde entonces empezaron a verla en el pasivo. En lugar de adaptar los activos a las deudas, decidieron hacer lo contrario. No había por qué mantener liquidez a mano en absoluto (en vista de su baja rentabilidad), puesto que era posible comprarla en el mercado cuando fuera necesario.

Los bancos creaban las condiciones para un crecimiento y unos beneficios ilimitados pujando por el dinero sólo cuando sus reservas se revelaran insuficientes.

Esto condujo a la legitimación del mercado de fondos federales por el cual el exceso de depósitos con los bancos de la Reserva Federal podía ser recolocado "por ahí"; así como al nacimiento de los certificados de depósito. Los banqueros se dieron cuenta de que el gran mérito de los certificados de depósito era su flexibilidad. Al poder emitir certificados a diferentes tipos y vencimientos, podían ajustar sus pujas por la liquidez a las necesidades del momento.

Los certificados de depósito y los fondos federales, sin embargo, no fueron la única forma de crear nueva liquidez en el pasivo del balance. Las obligaciones subordinadas, así como los bonos convertibles entraron en escena. De este modo, los bancos aprendieron a estar en misa y repicando. Pretendiendo que algunos de sus depósitos debían ser considerados como parte del pasivo no exigible (capital), cerraron de golpe la separación entre pasivo circulante y capitales permanentes. La teoría de la gestión de la liquidez alcanzó su apoteosis en el mercado de eurodólares. Las grandes entidades financieras encontraron más cómodo proveerse de liquidez a través de sus sucursales de Londres. Ya no era necesario matar el oso para vender su piel.

La teoría de la licuefacción

Con tal inagotable variedad de oportunidades para comprar la liquidez necesaria con la que hacer frente a la, aparentemente, insaciable demanda de préstamos, los bancos se embriagaron con su propio éxito. Olvidaron que ellos también, como Absalón, que podían acabar colgados de sus propios cabellos.

La desenfrenada puja por los activos líquidos llevó los tipos de interés a alturas vertiginosas. Como consecuencia, los activos a largo plazo en las carteras bancarias fueron diezmados y se volvieron aún más ilíquidos de lo que en principio se temía. Hubo que llevar a pérdidas algunos préstamos –la postrera humillación para el banquero que creyó que, bajo las doctrinas del cash flow y de la gestión de la liquidez, los préstamos incobrables eran algo del pasado–.

Hoy, el sistema bancario en los Estados Unidos es crónicamente ilíquido. Como el drogadicto, sólo puede mantenerse en pie con dosis crecientes de liquidez proporcionadas por la Reserva Federal, y manteniendo, gracias al permiso del Gobierno, balances inflados (lo que equivale a la legalización del fraude).

Puesto que a los bancos se les permite sostener que sus activos valen mucho más de lo que podrían obtener de su liquidación, el problema a resolver es cómo fabricar nuevas reservas (reconstruir el encaje) a partir de sus malos activos. Pues bien, el banco cambiará bonos del Estado de su cartera por efectivo.

¿Pero por qué un impositor en su sano juicio pagaría al banco 1.000 dólares por un bono que podría obtener por 500 en el mercado abierto? Simplemente, el banco le dice al impositor que el mercado se equivoca, y que el valor del bono es realmente el valor facial de éste. Para probarlo, el banco promete pagar incluso más por el mismo bono la mañana siguiente. Así nació el REPO. De acuerdo con esto, la teoría de la licuefacción enseña que no hay malos activos, sólo malos banqueros. Un buen banquero, por definición, es el que convierte sus errores en fuentes de liquidez (cuantos más errores, mejor). Cuando hace Repos, el banco en realidad vende sus malos activos al cierre de la sesión comprometiéndose simultáneamente a recomprar al comienzo de la siguiente sesión. La teoría de la licuefacción es la historia de los tremendos apuros en los que los bancos se encuentran. Ya no son capaces de hacerse con nuevas reservas liquidando sus activos. Tienen que acudir al fraude legalizado.

De acuerdo con Aristóteles, es imposible que un objeto esté en dos sitios distintos al mismo tiempo. Lamentablemente, el oro está sujeto a las limitaciones descritas por Aristóteles. Es por esto por lo que los economistas convencionales tratan al oro con desdén. Suspiran por algo más sublime, más etéreo, más "creativo" y menos prosaico que el oro. Por consiguiente, el oro fue expulsado sin miramientos de su posición como reserva monetaria, y su lugar lo tomaron las "reservas sintéticas" las cuales ya no están sujetas a las limitaciones del mundo sublunar. Uno de estos dispositivos sintéticos es el Repo; otro el crédito para operar con valores. Son dineros dotados de la "imprescindible" propiedad de estar presente en dos o más sitios a la vez. Si el oro no se presta al juego de la contabilidad creativa, el banquero avispado y su ángel de la guarda, el economista convencional, no tienen por qué sentirse frustrados. La prestidigitación continuará con trucos más amenos.

La chistera de la que sacan las nuevas formas de liquidez parece inagotable.

La Escuela de Chicago rechaza la idea de liquidez. Los monetaristas menosprecian la idea de los préstamos autoliquidables como la base del crédito y, en lugar de control cualitativo, abogan por el control cuantitativo del crédito. Esta actitud refleja el daltonismo en relación con la liquidez y un esfuerzo consciente de negar cualquier diferencia entre préstamos a la especulación o la inversión y los préstamos a corto plazo autoliquidables, basados en bienes intensamente demandados por los consumidores.

Uno de los más grandes expertos en liquidez, Melchior Palyi, dijo en su obra póstuma El Crepúsculo del Oro (The Twilight of Gold).

Hay algo intelectualmente tentador en el intento de explicar los movimientos en los precios y en el nivel de actividad por los cambios en el volumen o el precio del dinero, o ambos. Tales explicaciones tienen el "atractivo" de una fórmula simple, aliviando al analista de la carga de estudiar la multiplicidad y complejidad de los fenómenos del mercado y sus interrelaciones; y también ofrecen un dispositivo "científico" para controlar los pulsos de la economía... La metodología subyacente en el enfoque monetarista, un préstamo de la Mecánica, supone procesos automáticos más que la, a veces impredecible, conducta humana.

La teoría de la liquidez, exceptuando las excrecencias del siglo XX, explica las cosas tal y como son, incluyendo lo impredecible de la acción humana.

La teoría de la liquidez de Menger

Un bien económico (o un activo financiero) es una entidad de dos dimensiones en el sentido de que puede caracterizarse (o clasificarse) según dos variables: valor y liquidez. De las dos, la segunda es menos conocida y más controvertida, si bien su comprensión es un requisito previo para una teoría consistente del dinero y del crédito.

La liquidez, como el valor, no es ante todo un número o una medida, sino un orden o clasificación. Igual que el valor existe sin necesidad de precios, en un sistema de trueque, puesto que dados dos objetos cualquiera, hay consenso en cuál de los dos es "más valioso"; igualmente la liquidez puede no ser mensurable, pero dados dos objetos cualquiera, siempre es posible decidir cuál de los dos es "más líquido".

Resumiendo mucho, un bien es más líquido que otro si puede ser comprado y revendido en grandes cantidades con menores pérdidas que el otro. Obviamente los bienes perecederos como el grano o las patatas son menos líquidos que las piedras o los metales preciosos. No importa lo ventajoso que sea el precio que paguemos por el grano o las patatas, probablemente no seamos capaces de revenderlos en grandes cantidades sin sufrir pérdidas, como podríamos hacer en el caso de las piedras y metales preciosos. Debe advertirse que, contrariamente a la creencia popular, la propiedad inmobiliaria (rústica o urbana) no es líquida: el margen (spread) entre el precio ofrecido y el precio pedido aumenta rápidamente según más tierras y casas salen a la venta en el mercado.

Este apunte nos muestra cómo medir la liquidez. El mercado cotiza, no uno, sino dos precios para cada bien, a saber, el menor precio ofrecido (al cual los especialistas market-makers están dispuestos a comprar) y el más alto precio pedido (al cual los market-makers están dispuestos a vender). La diferencia entre ambos recibe el nombre de margen (spread). Además, el precio pedido y el precio ofrecido se cotizan para una determinada cantidad; para una cantidad mayor el margen (spread) será mayor. Por tanto el margen (spread) es una función creciente de la cantidad para la que se cotiza. Sin embargo, el ritmo al que aumenta el margen no es uniforme para todos los bienes. Un bien se considera más líquido que otro si su margen aumenta más despacio que el de otro.

El significado del concepto de liquidez es obvio. No es posible comprender el atesoramiento, el almacenamiento, o la especulación alcista o bajista sin él. Sobre todo, ninguna teoría coherente del dinero puede construirse sin referirse a él. La revolución producida por la invención del dinero fue, de hecho, una evolución de la liquidez. La distinción entre comprar y vender, existía, también, durante los tiempos del trueque, mucho antes de la aparición del dinero. Vender significa, por definición, cambiar un bien menos líquido por otro bien más líquido –preferiblemente por el más líquido de todos–, si este existe. El hecho es que la aparición del máximo de liquidez coincide con la aparición del dinero. Finalmente, y lo más importante para los propósitos de este ensayo, es concepto de liquidez es clave en la teoría y la práctica bancaria, donde el problema es cómo manejar o invertir el dinero propiedad de otros sin incurrir en pérdidas.

Pasemos ahora a examinar la cuestión de la liquidez de los bonos (suponiendo, para simplificar, que su pago y servicio están garantizados). Los bonos que vencen en menos de un año son líquidos. De hecho, pueden ser utilizados como dinero para determinados tipos de transacciones (por ejemplo para pagos a cuenta o como pago de bienes que serán entregados en el futuro). Por contra, las obligaciones con vencimiento a 10 años son ilíquidas porque un pequeño cambio en el tipo de interés supondrá un gran cambio (en sentido inverso) en el valor de la obligación, lo que supone un amplio margen (spread). De hecho, cuanto más lejano sea el vencimiento, más amplio es el margen y menos líquido será el título (siendo iguales el resto de características). Está claro que los préstamos bancarios, las hipotecas y otros activos de renta fija son equivalentes económicamente a los bonos, y obedecerán las mismas leyes en lo que se refiere a su liquidez.

Ahora estamos preparados para comparar la calidad del crédito extendido por un banco con la del extendido por otro. Examinamos el balance de situación de cada banco y calculamos la ratio de activos contra pasivos ambos con vencimiento inferior a 91 días. Si la ratio es igual o mayor que uno, entonces el banco es líquido; en otro caso el banco es ilíquido y la ratio menor corresponderá al banco menos líquido. Si el balance de ambos bancos tiene el mismo ratio, pasamos a calcular y comparar la ratio de activos contra pasivos con vencimiento superior a 91 días e inferior a un año, a continuación la ratio activos contra pasivos con vencimiento entre un año y cinco años, etc. El primer ratio que sea inferior (para el mismo vencimiento) indicará qué banco es menos líquido. (Si los activos del banco no están exentos del riesgo de impago, será necesario realizar ajustes, extendiendo el vencimiento de los activos dudosos, hasta el infinito si fuera necesario. Además, debe confirmarse que todos los créditos a corto plazo del banco pueden de hecho ser liquidados al vencimiento; si no, deberán realizarse los correspondientes ajustes).

Esta definición de liquidez o, lo que puede considerarse lo mismo, de la calidad del crédito bancario no es ninguna abstracción. Es muy real. Si las deudas del banco vencen antes que sus activos, sólo podrán ser pagadas mediante la monetización de deuda. Incluso si el banco canjea sus activos de lejano vencimiento por el efectivo de otro banco, como sugiere que debe hacerse la teoría de la "negociabilidad-redescontabilidad" (shiftability), el problema no se resuelve. En este caso el banco A simplemente compra un alivio temporal para las consecuencias de su creciente iliquidez, a expensas del banco B que ahora es más ilíquido como consecuencia del canje. Pero la iliquidez del sistema bancario total, que es lo que importa en el análisis final, no puede curarse dispersando los activos a largo plazo.

Peor aún, si el tipo de interés sube, como de hecho tiene que ocurrir como consecuencia de la carrera por la liquidez, entonces el capital de los bancos ilíquidos se contraerá. De hecho, cuanto más ilíquido sea el banco mayor será la contracción. La verdad de esta aseveración se sigue de la ley matemática llamada ecuación del bono, que establece una relación rígida entre el precio del bono y el tipo de interés para cada clase de vencimiento. La relación es inversa, es decir, cuanto más alto es el tipo de interés, menor es el precio del bono, y viceversa. Además, dada una determinada subida en el tipo de interés, las pérdidas en el valor de los bonos no serán uniformes para todos los vencimientos. De hecho, las pérdidas serán mucho mayores para los vencimientos largos que para los cortos.

Por tanto, se sigue de la ecuación del bono que, en el caso de subidas en los tipos de interés, en el balance de un banco ilíquido (con un pasivo exigible con un vencimiento más cercano que el periodo de maduración de sus activos) aparecerán pérdidas de capital. A pesar de que la subida de tipos de interés producirá una caída tanto en el valor de las deudas como de los activos, la caída será mayor en la parte del activo debido al vencimiento relativamente más largo de los activos. Las deficiencias del capital resultante nunca podrán compensarse con una caída en los tipos de interés. Esto es especialmente cierto si el sistema bancario en su globalidad es ilíquido. Al tratar los bancos de hacer frente a sus deudas vencidas mediante la venta de activos (con vencimiento a largo), el precio de los bonos caerá y el tipo de interés subirá.

Hasta aquí coincide el análisis de la iliquidez bancaria tanto para un sistema de patrón oro como de papel moneda inconvertible. La diferencia aparece en la fase de desencadenamiento de la crisis que produce la iliquidez bancaria crónica.

Iliquidez bancaria en el régimen de patrón oro

Si todos los bancos de un país bajo el régimen de patrón oro son ilíquidos, entonces se producirá una deflación en ese país. Los depositantes que sepan leer y analizar balances retirarán sus depósitos de los bancos y atesorarán oro. Los bancos pierden reservas de oro, es decir, sus activos más líquidos, situándose así en una posición aun más ilíquida. Intentarán, por supuesto, proteger su solvencia liquidando inversiones y no renovando préstamos. Sin embargo, dado que todos los bancos y sus clientes simultáneamente están en una carrera por la liquidez, la liquidación forzosa de los activos hace que el valor de éstos caiga aun más, agravando así una situación ya mala de por sí. Los prestatarios de los bancos tienen problemas al serles exigido el pago de sus deudas o no serles renovados sus créditos, y algunos de ellos pueden quebrar. En este proceso el capital del banco sufre por dos lados: unos activos desaparecen al resultar incobrables y el valor del resto cae como consecuencia de la subida de los tipos de interés.

Por tanto la iliquidez bancaria generalizada no es una situación que se autocorrija sino que se agrava en el régimen de patrón oro, produciéndose un círculo vicioso: la iliquidez motiva retiradas de depósitos, haciendo a los bancos aun más ilíquidos, causando más retiradas, etc. El proceso termina con una gigantesca liquidación de todo el crédito malo, que continúa hasta que la mayoría de los bancos (supervivientes) vuelven a ser líquidos otra vez.

Salvo que los bancos tengan prohibido tomar prestado a corto plazo y prestar o invertir a largo, el proceso mediante el cual el sistema bancario se queda atrapado en la ciénaga de la iliquidez vuelve a iniciarse de nuevo. Esto da lugar a la aparición del fenómeno del ciclo económico, con sus fases de auge y depresión. El auge coincide con el periodo en que los bancos toman prestado a corto y prestan a largo, mientras que la depresión coincide con la fase en que tanto los bancos como sus clientes rehacen su liquidez. Como cada pecado lleva en sí su penitencia, algunas personas y empresas inocentes pueden verse atrapadas en la liquidación; empresas solventes pueden hundirse por la quiebra de sus clientes y personas con buena cualificación y disposición ser despedidas.

El análisis precedente muestra claramente que la causa de la deflación y el motor del ciclo económico no es el patrón oro en sí, sino la iliquidez de los bancos o su causa raíz: la pasión por endeudarse a corto y prestar a largo. A pesar de este hecho, históricamente la moneda de oro ha sido la cabeza de turco de la deflación y el patrón oro el chivo expiatorio al que atribuir la génesis del ciclo económico. Estas teorías no resisten un análisis científico y reflejan sólo la confusión en la mente de sus autores.

El patrón oro no adulterado, que no permite a los bancos acumular activos ilíquidos (les impide endeudarse a corto y prestar a largo), estaría libre de deflación y no sujeto ya a la maldición del ciclo económico.

Iliquidez bancaria bajo el régimen de moneda inconvertible

Ha habido en la historia muchos y notables experimentos diseñados para evitar el colapso de bancos ilíquidos recurriendo a la moneda inconvertible. El más grandioso de todos es precisamente el que ahora está en funcionamiento, inundando por primera vez el mundo entero de papel. Sin embargo, la suspensión de la convertibilidad con el oro no suspende ni puede suspender la validez de las leyes económicas que gobiernan la liquidez. Eliminar (descartar) el oro del sistema monetario equivale no más que a llevarse el termómetro de la cama del enfermo, dejando así a la enfermera a oscuras acerca del estado del paciente. ¿Quién sabe? Quizá el paciente se reponga antes si, cándidamente, ignora su condición febril.

Si todos los bancos de un país con moneda inconvertible son ilíquidos, entonces ese país sufrirá una inflación progresiva que culminará, necesariamente, en una hiperinflación. Analicemos el proceso:

En primer lugar, la retirada de depósitos y el atesoramiento de oro no juegan el mismo papel que en el patrón oro. Incluso la fuga de capitales puede resultar ineficaz, porque las mermadas reservas de los bancos se reponen con nuevas reservas creadas ad hoc por el Banco central. Ciertamente, el Banco central tiene reservas para que éstas puedan hacer frente a sus deudas con vencimientos más próximos que los de sus activos. Si el Banco central vacilara en hacerlo, podría provocar un pánico que comprometería la estructura financiera del país.

En estas circunstancias el incremento de la oferta monetaria, como quiera que se defina, no es la causa sino un efecto, o un síntoma de inflación. La causa primera de la inflación, según queda expuesto aquí, es la práctica bancaria universal de endeudarse a corto y prestar a largo.

Para entender completamente el proceso inflacionario debemos darnos cuenta de que la iliquidez bancaria generalizada no se autocorrige sino que tiende a agravarse, no menos con moneda inconvertible que con patrón oro. Aquí tenemos otro círculo vicioso, aunque las retiradas de depósitos, el atesoramiento de oro y la fuga de capitales deben quedar fuera del análisis, puesto que pueden no tomar parte en el proceso. En vez de esto, el círculo vicioso consiste en el éxodo creciente y masivo de los tenedores de bonos desde los vencimientos largos a los vencimientos cortos.

Una moneda inconvertible está forzosamente basada en deuda, particularmente, la deuda del Estado. De esta forma, la calidad de la moneda (esto es, la calidad del crédito otorgado por el Banco central) se puede identificar con la calidad del crédito del Estado. Lo que, a su vez, es un sinónimo de la capacidad del Tesoro para consolidar la deuda del Estado (endeudarse a largo). Por lo tanto, la medida de la solvencia del Estado es la estructura de vencimientos de su deuda viva. Vencimientos medios progresivamente más largo indican una alta y creciente calificación crediticia. Y al contrario, vencimientos medios progresivamente más cortos significan una baja y decreciente calificación crediticia.

Si las deudas del banco vencen antes que sus créditos y tales deudas no son inmediatamente monetizadas, entonces los bancos tienen que recurrir forzosamente a la liquidación de sus activos en los mercados financieros. Sin embargo, el público sólo adquirirá dichos activos con un descuento en el precio. O lo que es lo mismo, el tipo de interés debe subir como consecuencia de la liquidación forzada de los activos bancarios. El Tesoro tendrá que financiar su nueva deuda y refinanciar la antigua a un tipo de interés más alto, infligiendo así pérdidas a los tenedores de las emisiones anteriores. Dichas pérdidas, imprevistas o no, harán que muchos tenedores de obligaciones se agolpen en los vencimientos cortos, donde el riesgo de ser masacrados es más pequeño. De este modo, el vencimiento medio de la deuda, incluida la del Estado, disminuye. Esta es una indicación de que el crédito del Estado (último garante de las reservas bancarias bajo el régimen de moneda inconvertible) se deteriora.

No hay salvación para el Tesoro en pagar un cupón más elevado en sus nuevas emisiones de obligaciones. Cada incremento en el pasado ha diezmado el valor de emisiones más antiguas en el mercado secundario, infligiendo severas pérdidas a las obligacionistas que confiaron en el crédito del Estado en tiempos más felices. Los obligacionistas no pondrán la otra mejilla. Evitarán pérdidas huyendo hacia los vencimientos más cortos en los cuales, según ellos esperan, estarán en el futuro mejor protegidos contra las pérdidas en el caso de nuevas subidas en el tipo de interés. Pero los inversores se quedan pronto sin esta salida, a medida que las deudas a corto van venciendo. Se ven literalmente empujados hacia el oro por la política de altos tipos de interés. Por lo tanto, los tipos de interés crecientes no curan el moribundo mercado de deuda a largo, sino que, más bien, lo entierran.

En resumen, si las deudas bancarias vencen antes que sus créditos, sólo se puede hacer frente a éstas monetizándolas y emitiendo deuda a corto a cambio de deuda a largo. En otras palabras, el sistema bancario, liderado por el Banco central, se ve forzado a financiar el éxodo de los ahorradores desde la deuda a largo a las deudas a corto. El sistema bancario tiene que absorber más deuda a largo a cambio de créditos a corto. Esto significa que el sistema bancario continua, a ritmo acelerado, practicando el "arte" de endeudarse a corto y prestar a largo. Los bancos se vuelven cada vez más ilíquidos, reforzándose así el círculo vicioso.

Lo que hemos dicho acerca de la sangría del capital de los bancos como resultado de la creciente iliquidez bajo un patrón oro será, por razones aun más poderosas, válido en un sistema de moneda inconvertible.

El Banco central está indefenso. Cualquier vacilación por su parte en facilitar las reservas necesarias para hacer frente a los vencimientos de los bancos simplemente destruiría el crédito del Estado. Ciertamente, tal vacilación amenazaría al mercado con una inminente y enorme subida en los tipos de interés. El Banco central desvelaría la profundidad de la sima en la que el valor de la deuda se hundiría. Los obligacionistas particulares, ansiosos por evitar mayores pérdidas, malbaratarían sus títulos. Incluso si quisieran retenerlos para el largo plazo, un descenso inminente en el precio los convertiría en vendedores. Cuando todos los obligacionistas vendan, no habrá compradores y el crédito del Estado sufrirá un daño irreparable. Como no se puede permitir que eso suceda, el Banco central tomará todas las obligaciones de las que el descontento público quiera deshacerse. De grado o por fuerza, el Banco central continúa endeudándose a corto (con el público) y prestando a largo (al Estado) cada vez en mayor escala.

El círculo vicioso, sin embargo, no puede continuar indefinidamente, puesto que el vencimiento medio de la deuda no puede ser negativo. El desenlace llega cuando el vencimiento medio se acerca peligrosamente a un año. En ese punto, la defunción de la moneda es un hecho consumado. No habrá más compradores de obligaciones fuera del sector financiero. Este hecho se identificará por una irreversible huida hacia el oro y otros activos tangibles. Puesto que un colapso crediticio ocurrirá al mismo tiempo, puede producirse una confusión semántica acerca de si el colapso es una deflación o una hiperinflación. Pero no hay necesidad de polémicas semánticas. Está claro que el colapso crediticio inducirá al desesperado Banco central a monetizar la deuda pública a una escala jamás vista. A esto seguirá una explosión en el precio del oro en dólares, referencia para el comercio internacional de mercancías. Desde este punto de vista, deflación e hiperinflación son sólo las dos caras de la misma moneda, esto es, la autodestrucción del sistema monetario y de pagos internacional, cuya primera etapa es la incapacidad del Tesoro (norteamericano) para atraer auténtico ahorro. El modo más simple de diagnosticar la fase terminal de la enfermedad es por medio del decrecimiento progresivo de la estructura de vencimientos de la deuda pública.

La Torre de Babel crediticia

Bajo el régimen de moneda inconvertible, la iliquidez del sistema bancario ha creado una desenfrenada Torre de Babel crediticia que ya no es posible liquidar por medios ordinarios. Pase lo que pase continuará creciendo. Crecerá, desde luego, si los tipos de interés bajan; pero también crecerá si éstos suben. El anterior es un nuevo aspecto llamado "efecto Ponzi" por el profesor H. P. Minsky y consiste en lo siguiente. Los bancos, poco deseosos de llevar a pérdidas sus préstamos incobrables (ya que ello volatilizaría completamente su capital y más que su capital), convencen a sus deudores, mediante alguna que otra presión si es necesario, de que se endeuden más para poder pagar los cada vez más altos intereses. Pero los tipos de interés más altos exacerban el problema: los malos créditos se van apilando uno sobre otro.

El aspecto más inquietante de la Torre de Babel crediticia es que crece más rápido que el Producto Nacional Bruto. Antes de 1960, producir un nuevo dólar de PNB comprometía menos de un dólar de deuda adicional. En los años 60, como media, comprometía dos dólares; en los setenta, tres dólares; y en lo que llevamos de los 80, un dólar adicional de PNB compromete ya cuatro dólares.

Debería estar claro que esta tendencia no puede continuar indefinidamente. La deuda adicional no tiene justificación económica en ningún caso. No produce los rendimientos necesarios para amortizarla. No produce la renta necesaria para el pago de sus intereses, no hablemos ya de producir renta consumible. Más tarde o más temprano, la fantástica Torre de Babel engendrada por la iliquidez crónica del sistema bancario tendrá que derrumbarse sobre la complacencia y la apatía dominantes.

Hay una forma, sólo una, de evitar el inminente desastre: detener el explosivo crecimiento de esta Torre de Babel de una vez bajando el tipo de interés al dos o el tres por ciento anual, donde éste tendría de nuevo relación con la productividad marginal del capital en este país. Entonces, los intereses de la deuda podrían pagarse sin recurrir a la "máquina de hacer billetes".

Hay una forma, sólo una, de bajar el tipo de interés al dos o el tres por ciento de la noche a la mañana: hacer el dólar convertible en oro a un cambio fijado por estatuto. La reforma monetaria debe, desde luego, acompañarse de una operación de reembolso, por la cual la deuda viva se cambiará por deuda denominada en oro y con cupones pagaderos en oro a un tipo de interés más bajo. (Sin mencionar las reformas políticas necesarias para limitar la propensión a gastar de los políticos, la cual no podría avenirse con un régimen de moneda convertible.)

Esta observación se justifica por el hecho de que el oro es el activo más líquido dentro del panorama que se ofrece a un hombre del siglo XX. Décadas de difamación del oro no pueden cambiar este hecho. Que tiene que existir el activo más líquido se deduce del hecho de que la liquidez de un activo siempre puede compararse con la de otro. Entonces surge un activo que es más líquido que cualquier otro. Este activo es el oro, porque su utilidad marginal decrece más lentamente que la de cualquier otro activo, como demuestra la enorme cantidad de oro existente comparada con la pequeña producción anual de este metal. Quienes nieguen que el oro tiene esta propiedad única cargan con la tarea de encontrar el activo más líquido existente. El hecho es que si la ratio entre existencias y producción de cobre (el cual es normalmente una fracción) fuera tan alto como el del oro (el cual está normalmente cerca de 100), entonces el cobre sería un bien libre tanto como el agua, y los productores de cobre se arruinarían. En este sentido, el oro no es escaso en absoluto. En realidad, el oro es el bien más abundante que se conoce y produce. La abundancia del oro junto con su incesante demanda es la garantía para cada poseedor de este metal de que es el puerto más seguro para sus ahorros en tiempos de tormentas monetarias.

La maliciosa campaña contra el oro, y contra el concepto de liquidez, es una característica de nuestros tiempos y de la ideología colectivista que manifiesta la llamada "macroeconomía". Pero aquellos que quieran entender qué es lo hace moverse al mercado –y al oro– deben recurrir a la "microeconomía", a la idea de liquidez y a su contraria, la iliquidez.

Posner y Leviatán.

Mises Institute - Artículo diario - por DW MacKenzie - Publicado el 11/24/2008.

Los últimos escritos en el Blog Becker-Posner consideran la posibilidad de revestir de plata las depresiones. En particular, Richard Posner afirma que hay aspectos positivos en las depresiones. A primera vista, la idea de que las depresiones tienen un lado bueno podría parecer que incluye la falacia de la ventana rota. Por lo tanto, parecería que el juez Posner ha caído en el error. Sin embargo, ha planteado una cuestión importante. Según Posner, las depresiones son útiles porque al socavar la fe en el mercado libre, la depresión abre la puerta a una mayor intervención del gobierno en la economía y, finalmente, la abre también al aumento de los impuestos (aunque probablemente no será hasta que la economía mejore). Estas no son necesariamente cosas malas. Obviamente ni la cantidad óptima de intervención del gobierno ni el nivel óptimo de tributación son iguales a cero.

La cita anterior debe ser entendida en términos de la teoría desarrollada por Robert Higgs sobre las crisis y la expansión gubernamental. Según el Dr Higgs, las crisis contribuyen al crecimiento del gobierno porque las personas subestiman sistemáticamente el costo de la respuesta gubernamental a las crisis. La regulación gubernamental efectivamente funciona como el reclutamiento de mano de obra, como una especie de impuesto oculto. Los costos ocultos de la intervención gubernamental llevan a las personas a sobreestimar sus beneficios netos. Subestimar los gastos gubernamentales causa que las personas se formen puntos de vista excesivamente optimistas sobre el gobierno mismo. En la medida en que la gente ve al gobierno en forma más optimista después de una crisis, aceptan (o incluso insisten en) aumentos permanentes en el tamaño y el alcance del gobierno.

Juez Posner observa también que la tributación federal no ha aumentado dramáticamente desde la Segunda Guerra Mundial. Las tasas impositivas marginales fueron extremas durante la Segunda Guerra Mundial, y son comparativamente más bajas ahora. Debemos señalar también que ha habido un aumento constante de regulación gubernamental desde la década de 1930. Todo esto tiene sentido. Los costos de los impuestos explícitos son más evidentes que los costos de la regulación. Los costos de regulación a menudo se convierten en mayores costos en los bienes y servicios vendidos por las empresas privadas. La mayoría de la población desestima ambos la magnitud y la existencia de estos costos como gastos del gobierno, y el caso del juez Posner no es diferente.

Posner también parece minimizar el papel del gobierno en el fomento de la reciente crisis. La Reserva Federal financió el reciente auge y la Ley de Reinversión en la Comunidad se utilizó para presionar a los bancos a prestar dinero imprudentemente. Posner parece haber caído en las mismas ideas erróneas de que las crisis en el ciclo económico son predominantemente un fracaso del libre mercado, en lugar de ser producto de las fallas del gobierno. Por supuesto, muchas personas en el sector privado cometieron errores que contribuyeron a la crisis actual, especialmente en cuando a los préstamos apalancados se refiere.  Pero, como también observa Posner,

El sector bancario ha aprendido mucho de la actual crisis financiera sobre los riesgos del apalancamiento y de las desventajas de instrumentos financieros complejos.

Los empresarios aprenden de los errores a través del mecanismo de la quiebra.  ¿Alguien aprender de los errores gubernamentales? Como se señaló anteriormente, Robert Higgs ha explicado por qué hay una tendencia de las personas a sobreestimar los beneficios netos de la intervención gubernamental. Podríamos añadir también que es imposible para las personas calcular los verdaderos costos personales causados por las políticas y programas gubernamentales.

Posner expone un último punto que vale la pena mencionar:

La depresión estimulará nuevas ideas en los profesionales de la economía. El fracaso vergonzoso de la profesión en prever la depresión, y el fracaso de la Junta de la Reserva Federal, del seguro de depósitos, y de otras instituciones y requisitos reguladores para evitar el colapso de la industria bancaria, estimulará ideas e investigaciones nuevas en macroeconomía y en economía financiera, y la respuesta regulatoria iniciada por la Administración Bush, y la que se llevará a cabo por la Administración Obama, generarán información valiosa acerca de los efectos de la regulación económica. Los economistas aprenderán de las malas políticas adoptadas en respuesta a la depresión (porque seguramente algunas serán malas), así como también de las buenas.

Debemos tener en cuenta que un economista – F.A. Hayek – vio venir la próxima Gran Depresión. Más recientemente, muchos académicos inspirados por Hayek previeron aspectos de la crisis actual. Debemos señalar también que ha habido mucha investigación sobre la Gran Depresión, que nos indica que realmente fue un fracaso gubernamental.

Parece que el juez Posner, al igual que gran parte del público en general, necesita estar mejor informado. Él tiene razón en su observación de que las crisis suelen reducir la confianza en el laissez-faire del capitalismo. El mismo Posner ha dejado de considerar hasta que punto la intervención del gobierno, entre otras causas, provocó la reciente crisis. Mises y Hayek estuvieron adelante de la curva en la década de 1920 cuando determinaron que la intervención gubernamental, en particular la expansión del crédito, era la causa del ciclo económico. La mayor parte de los profesionales de la economía han llegado a culpar el gobierno por la Gran Depresión pero gradualmente, y gran parte del público en general aún no ha aprendido esta lección. Una vez más estamos en una situación en la que el público y los profesionales de la economía se han apresurado a juzgar el capitalismo como la fuente de crisis periódicas y severas. Esperamos que en el corto plazo encontrarán las verdaderas causas de la más reciente crisis.

DW MacKenzie enseña economía en la Academia de Guardacostas. Las opiniones expresadas en este documento no representan la opinión oficial de la Guardia Costera.

Quienes son los dueños de los bancos de la Reserva Federal?

por Andy Gause
Escrito en Octubre de 2003

Los bancos de la Reserva Federal son consorcios privados controlados por 8 familias que tienen la mayoría de sus acciones: Los Rothschilds de Inglaterra y Alemania, Moses Seif de Italia, Los hermanos Lazard de Francia, los Warburg de Alemania, Kuhn-Loeb de Alemania, Goldman-Sachs de los Estados Unidos, los Hermanos Lehman de los Estados Unidos y los Rockefeller de los Estados Unidos. Sólo tres de esas familias son Americanas. Este pequeño grupo decide la suerte de millones de personas con sus políticas y maniobras financieras. El Barón Meyer Amschel Bauer Rothschild, nacido en 1744 y muerto en 1812, quien dijo, "Dadme control sobre la moneda de una nación y no me importa quien haga sus leyes".

Bancos de la Reserva Federal

Las 16 principales Bancos accionistas:
Rango Nombre                                                          Ciudad,  Estado
 1  Citigroup Inc.                                                         New York, NY
 2  J.P. Morgan Chase & Co.                                          New York, NY
 3  Bank of America Corporation                                   Charlotte, NC
 4  Wachovia Corporation                                           Charlotte, NC
 5  Wells Fargo & Company                                        San Francisco, CA
 6  Bank One Corporation                                           Chicago,  IL
 7  Taunus Corporation                                               New York, NY
 8  Fleetboston Financial                                            Boston,  MA
 9  U.S. Bancorp                                                        Minneapolis, MN
 10 ABN Amro North American Holding Co                       Chicago,  IL
 11 HSBC North America Inc.                                        Buffalo,  NY
 12 Suntrust Banks, Inc.                                             Atlanta,  GA
 13 National City Corporation                                        Clevland, OH
 14 The Bank of New York Co, Inc.                               New York, NY
 15 Fifth Third Bancorp                                               Cincinnati, OH
 16 BB&T Corporation                                               Winston-Salem, NC

 

Producción Mundial de Inflación - Fondo Monetario Internacional

por Henry Hazlitt

Originalmente publicado en The FREEMAN, en Agosto de 1971, traducido y publicado en la Revista del CEES de Guatemala - Año: 14, Abril 1972 No. 268

La última crisis monetaria ilustra una vez más la poca solidez inherente al sistema del Fondo Monetario Internacional. Esto debería haber sido obvio cuando fue implantado por primera vez en Bretton Woods, N. H. en 1944. El sistema no sólo permite y fomenta sino casi obliga a la inflación mundial.

A continuación reproduzco un articulo que escribí en Newsweek del 3 de Octubre de 1949, durante otra de las grandes crisis monetarias. Hago esto para enfatizar el hecho de que la crisis actual pudo haberse previsto hace más de veinte años. No es sólo el resultado de errores en las recientes políticas económicas y monetarias de las naciones individualmente, sino una consecuencia inherente a las instituciones inflacionarias creadas en 1944 bajo la dirección de Lord Keynes de Inglaterra y Harry Dexter White de los Estados Unidos.

En un epílogo discuto las medidas necesarias para que salgamos de la presente crisis monetaria internacional y para evitar su repetición.

EL TERREMOTO MONETARIO INTERNACIONAL

[1]

Newsweek, 3 de Octubre, 1949

En una sola semana veinticinco naciones deliberadamente han recortado el valor de sus monedas. Nada comparable a esto ha sucedido antes en la historia del mundo.

Este terremoto monetario mundial conllevará muchas lecciones. Debería destruir para siempre la moderna supersticiosa fe en la sabiduría de los planificadores económicos gubernamentales y en los administradores monetarios. Este repentino y violento revés que estamos sufriendo prueba que los burócratas monetarios no entendían lo que estaban haciendo durante los cinco años anteriores. Desafortunadamente, lo sucedido está lejos de representar una buena base para suponer que entienden lo que están haciendo ahora.

Esta columna ha estado insistiendo por años sobre las dañinas consecuencias de sobre-valorar la moneda. El 18 de Diciembre de 1946 el Fondo Monetario Internacional afirmó que los déficits comerciales de los países europeos «no se verían reducidos, en forma apreciable, por cambios en la paridad de su moneda.. En Newsweek del 3 de Mayo de 1947, escribí: «Es precisamente porque sus monedas están ridículamente sobrevaloradas que las importaciones de estos países están más que estimuladas y sus industrias de exportación no pueden comenzar a funcionar». En la edición del 8 de Septiembre de 1947, así como en mi libro ¿Podrá el Dólar Salvar al Mundo?, Escribí: «Casi todas las monedas del mundo (con pocas excepciones como el Franco Suizo) están sobre-valoradas en términos de Dólar. Es precisamente esta sobrevaloración la que produce la llamada escasez de Dólares».

Aun así, hasta el 18 de Septiembre de 1949, los burócratas europeos persistían en que sus monedas no estaban sobrevaloradas, y aunque así fuera, esto no tendría nada que ver, o insignificantemente poco que ver, con sus déficits comerciales y la «escasez de Dólares», por lo que continuamente culpaban a los Estados Unidos. La tragedia fue que el Secretario de Estado Marshall, el Presidente y el Congreso, malentendiendo completamente la situación real, aceptaron esta teoría Europea y vertieron billones de dólares de los contribuyentes norteamericanos en las manos de los gobiernos europeos para financiar sus déficits comerciales que ellos mismos se estaban produciendo por su socialismo y controles cambiarios con monedas sobre-valuadas.

Con el tiempo, los administradores del Fondo Monetario aprendieron la mitad de la lección. Reconocieron que la mayoría de las monedas Europeas estaban sobre-valuadas. Reconocieron que esta sobre-valuación era el factor real causante de la llamada «escasez de Dólares» y del desbalance del intercambio internacional. Pero propusieron el remedio errado.

Ellos no pidieron sencillamente la abolición de los controles cambiarios. (Su propia organización desde su origen estaba ligada al mantenimiento de controles cambiarios). En vez de eso ellos propusieron que las valuaciones oficiales de moneda se hicieran «realísticamente»,. Pero la única valuación «realista» (mientras la moneda no tenga libre convertibilidad a una cantidad definida de peso en oro) es la valuación que el mercado libre le dé. La tasa de mercado libre es e único precio que mantiene la oferta y demanda en constante balance. Es la única tasa que permite la completa y libre convertibilidad entre los papeles moneda, todo el tiempo.

Sir Stafford Cripps, luchó hasta el final contra la idea que la tasa de la Libra Esterlina tuviera algo que ver con la cada vez más profunda crisis en Inglaterra. Tratando lo más posible de asemejarse y hablar como Dios, descartó esos temas con un desdén celestial. Pero a última hora experimentó un cambio intelectual que fue casi completamente aterrador. Nosotros, dijo, «debemos tratar de crear condiciones en las que el área esterlina no se vea imposibilitada para obtener los dólares que necesita. Este cambio en la tasa de intercambio es una de esas condiciones y la más importante.. Y siguiendo la teoría que lo que vale la pena hacer hay que hacerlo mejor, cortó la paridad de la Libra Esterlina, de la noche a la mañana de $ 4.03 a $ 2.80.

Existen fuertes razones (que el espacio no me permite enunciar en este momento), para concluir que la nueva paridad que él adoptó para la Libra Esterlina estaba muy por debajo de la paridad real que con el nivel de mercado libre se hubiera establecido el día que hizo el cambio. Lo que hizo, en otras palabras, no fue simplemente ajustar la Libra Esterlina a su valor de mercado el 18 de Septiembre sino una verdadera devaluación.

La primera consecuencia fue provocar una confusa devaluación competitiva de monedas, algo nunca visto en los años 30. La mayoría de las naciones ajustaron a nuevas tasas de cambio inferiores a lo que sus precios reales y costos indicaban. Estos países, por lo tanto, ahora tendrán que sufrir otra epidemia, la de supresión de inflación. Sus precios internos y sus costos de vida empezarán a subir. Los sindicatos entrarán en huelgas para mejorar salarios. Si el pasado (o si la declaración de Sir Stafford del 18 de Septiembre) sirviera de guía, el gobierno trataría de combatir esta situación con más controles internos de precios, racionamientos, aumento en los subsidios de productos alimenticios, presupuestos desbalanceados y fijación de salarios.

En este país, por el contrario, la tendencia será hacia tratar de bajar nuestro nivel de precios en alguna forma reduciendo el precio, expresado en dólares, de los bienes importados y forzando reducciones en el precio, también expresado en dólares, de los bienes exportados. Esto aumentará nuestros problemas precisamente en el momento que los sindicatos están presionando por aumentos de salarios en forma disimulada haciéndolo aparecer como un beneficio de seguro de pensión.

Será necesario re-examinar toda nuestra política económica exterior a la luz de los nuevos tipos de cambio. El plan Marshall de ayuda a los países europeos con moneda sobrevaluada era fútil; y el de ayuda a los países con moneda minus-valuada debiera ser innecesario. En efecto, puede que muy pronto seamos testigos de la reversión mundial de afluencia de oro. Por primera vez desde 1933 (sin contar los años de guerra 1944 y 1945), la afluencia de oro puede ser hacia afuera en vez de hacia nosotros.

Pero, haber eliminado las monedas sobre-valuadas aunque sea en la forma errónea, es, no obstante, un triunfo. La barrera principal que ha obstaculizado el intercambio mundial durante los últimos cinco años ha sido al fin derribada. Las principales excusas parar mantener esa red de controles y restricciones al intercambio han sido al fin destruidas. Si no fuera por los rumores sobre la explosión atómica en Rusia, el panorama hacia la libertad económica mundial sería, por lo menos, alentador.

El mejor comentario británico que he leído desde la devaluación, proviene del London Daily Express: «Dejemos que todos los países paguen lo que consideren que vale la Libra Esterlina... Pero los socialistas nunca permitirán liberar la Libra. Esto significaría el abandono de su sistema de controles... Si se libera el dinero, se libera a las personas..

EPILOGO 1971 [1]

Las predicciones hechas en este comentario de 1949 y que el ingreso de oro se revertiría, resultaron correctas. El déficit en nuestra balanza de pagos principió, en efecto, en 1950. Nuestra reserva de oro en 1949 de cerca de 25 billones estaba a su nivel más alto. Después, empezó a declinar. En 1957, cuando el déficit de nuestra balanza de pagos adquirió mayores proporciones, la declinación de nuestras reservas se aceleró.

Pero todo lo anterior no debería haber sido difícil de predecir porque adicionalmente a las revaluaciones mundiales de monedas en 1949, nuestras autoridades comenzaron a inflar nuestra propia moneda a una tasa altamente elevada. La «escasez» de dólares desapareció y fue rápidamente sustituida por «inundación de dólares». Lo que en otra forma hubiera sido una ligera tendencia hacia la disminución de nuestros precios fue distorsionado por una expansión en nuestra existencia de dinero. En Septiembre de 1947, dos años antes de la crisis de 1949, la existencia de dinero en los Estados Unidos (dinero en poder del público más depósitos bancarios) era $ 111.9 billones. En Septiembre de 1949, era sólo de $ 110 billones. Pero en Diciembre de 1950 había llegado a $115.2 billones. Las cifras al final de Mayo de 1971 eran de $225 billones.

Es importante recordar que el sistema monetario mundial no es de origen natural como el anterior patrón oro internacional, sino un plan arbitrario elaborado por un puñado de burócratas monetarios que ni siquiera estaban de acuerdo entre ellos mismos. Algunos de ellos querían papel moneda inconvertible, libre para fluctuar en los mercados cambiarios internacionales y «dirigidos» por los propios burócratas de cada país, solamente de acuerdo con «las necesidades de la economía doméstica». Otros querían «estabilidad cambiaria», que significaba valores fijos de cada moneda en relación a las otras. Pero ninguno de ellos quería una convertibilidad constante de su propia moneda, por cualquier persona, a presentación, a una cantidad fija de peso en oro. Esa había sido la naturaleza del patrón oro.

Así pues, se adoptó un compromiso. Únicamente el dólar americano sería convertible por oro contra demanda, a una paridad fija (un treinticincoavo de onza), pero sólo contra demanda de las bancas centrales y no de personas privadas. En realidad, a los ciudadanos privados se les prohibió pedir o inclusive tener oro. Las naciones restantes, con excepción de los Estados Unidos, deberían fijar una «paridad» de su unidad monetaria en términos de dólar y se obligaba a mantener esta paridad conviniendo en vender o comprar dólares hasta la suma que fuera necesaria para mantener su moneda en el mercado dentro de un margen del uno por ciento de la paridad fijada.

La carga de la responsabilidad

De este modo se creó un sistema que aparentaba «estabilizar» todas las monedas ligándolas a través de cambios fijos; e indirectamente ligándolas a una proporción fija de oro a través del dólar. Este sistema aparentaba también tener la virtud de «economizar» oro. Si a esto no podría llamársele Patrón Oro, por lo menos podría llamársele Patrón de Cambio-Oro o Patrón de Cambio-Dólar.

Pero el sistema, precisamente porque «economiza reservas», permite una enorme expansión inflacionaria en la existencia de casi todas las monedas. Aun esta expansión podría haber tenido un limite definido si los administradores monetarios de los Estados Unidos hubieran constantemente reconocido las pesadas cargas y responsabilidades que sobre el Dólar impuso el sistema. Otros países podían caer en una espiral inflacionaria sin perjudicar más que a ellos mismos; pero el nuevo sistema asume que, por lo menos los administradores monetarios norteamericanos siempre deberían estar conscientes. Se deberían abstener de todo, hasta de la más moderada expansión para poder mantener la conversión del Dólar a oro constantemente.

Pero el sistema no era tal que mantuviera a los administradores en el ejercicio de su responsabilidad. Dentro del antiguo Patrón Oro, sí un país sobre-aumentaba sus créditos y su dinero y bajaba sus tasas de interés, inmediatamente comenzaba a perder su oro. Esto forzaba a subir nuevamente las tasas de interés y a contraer su dinero y su crédito. El «déficit en la balanza de pagos» era rápidamente, y casi en forma automática, corregido. El país deudor perdía lo que el país acreedor ganaba.

Sólo impriman otro billón

Pero, bajo el Patrón Cambio-Oro, el país deudor no pierde lo que el país acreedor gana. Si los Estados Unidos debe $1 billón a Alemania Occidental, simple y sencillamente les remite más de un billón en Dólares de papel. Los Estados Unidos no pierden nada, porque en efecto, o imprime un billón de Dólares o reemplaza los remitidos imprimiendo otro billón. El Banco Central Alemán entonces usa estos Dólares de papel, estos pagarés norteamericanos, como «reservas» contra las cuales puede emitir más Marcos.

Este sistema de «Patrón Cambio-Oro» comenzó a crecer en 1920 y 1921, pero el acuerdo de Bretton Woods de 1944 empeoró aún más las cosas. Dentro de este acuerdo, cada país se compromete a aceptar monedas de otros países a una paridad. Cuando los tenedores de Dólares los envían a Alemania, el Banco Central Alemán tiene que comprarlos sin importar la cantidad, a la par fijada para el Marco. En efecto, Alemania puede hacer esto imprimiendo más Marcos-papel para comprar más Dólares-papel. Esta transacción aumenta tanto las «reservas» como el medio circulante de Alemania.

Así pues, mientras nuestras autoridades monetarias argumentaban que la inflación norteamericana era por lo menos menor que algunas en Europa o en otras partes, se olvidaban de que por lo menos algunas de estas situaciones de inflación eran, en parte, resultado de nuestra propia inflación. Parte de los Dólares que imprimíamos no presionaban el aumento de nuestros precios porque salían fuera del territorio y presionaban el aumento de precios en otros países.

El sistema del Fondo Monetario Internacional, en resumen, ha sido parcialmente responsable de la inflación mundial en los últimos veinticinco años y de sus fatales y progresivas consecuencias políticas y económicas.

¿Qué se debe hacer ahora?

Mientras que las monedas mundiales continúen basadas en papel inconvertible, no tiene ningún objeto ajustar nuevamente las paridades. Lo que ahora se considera como valor «realista» de una moneda (en términos de otra) mañana ya no será real porque cada país llevará su inflación a diferente tasa.

El primer paso que hay que tomar es el que Alemania Occidental y algunos otros han tomado. Ningún país debería ya ser obligado a mantener la paridad de su moneda por medio del sistema de comprar o vender Dólares o cualquier otro papel moneda, a la par. El papel moneda debería poder «flotar» y su precio determinarse por la oferta y demanda del mercado. Esto tendería a mantener un «equilibrio» y el mercado, diariamente, indicaría qué monedas se están fortaleciendo y cuáles debilitando. El cambio diario en precios serviría como una alerta anticipada tanto para los habitantes del país como para sus administradores monetarios.

Los cambios flotantes serán, hasta cierto punto, desordenados e inciertos, pero lo serán menos, en un futuro, que las paridades estancadas apoyadas en compras y ventas secretas de los gobiernos. Los cambios flotantes, más que todo, probarán ser un sistema de transición. Es muy improbable que los hombres de negocios de las naciones principales toleren, por mucho tiempo, un papel moneda con valor fluctuante diariamente.

El segundo paso en la reforma monetaria debería ser que las bancas centrales de todos los países acordaran, por lo menos, no aumentar sus tenencias de papel-dólar, libras o cualquier otra moneda considerada como reserva.

Permitir a los ciudadanos la tenencia de oro

El próximo paso se aplica únicamente a los Estados Unidos. Parece no haber otra alternativa para nuestro gobierno que permitir francamente y de jure lo que ha estado sucediendo por los últimos tres años en forma inconsulta y de facto: Se debe anunciar abiertamente la no convertibilidad de dólares a oro al precio de $35.00 la onza. Se posee únicamente $1.00 en oro por cada 45.00 dólares-papel en circulación. Las obligaciones en dólares a los bancos centrales, únicamente, son más del doble de sus tenencias de oro. Si se permitiera verdaderamente la convertibilidad, en una semana se agotarían sus reservas totales de oro.

El gobierno debería anunciar, adicionalmente, que hasta nueva orden no compraría ni vendería oro.

Simultáneamente, no obstante, el gobierno debería suprimir todas las prohibiciones que existen de vender, poseer, comprar o celebrar contratos en oro. Esto significaría el re-establecimiento de un verdadero mercado libre de oro. Incidentalmente, debido a la desconfianza en las flotantes monedas de papel, los intercambios e inversiones internacionales se empezarían a expresar en términos de oro, con un peso específico de oro como unidad. El oro, aunque no sea monetizado por ningún gobierno, se volvería dinero internacional, si no el dinero internacional. En los mercados cambiarios del extranjero, el papel moneda se estaría cotizando en términos de oro. Aun en la ausencia de un convenio formal internacional, esto preparará el camino para el retorno de las monedas internacionales, país por país, al Patrón Oro.

Frenar gastos de gobierno que producen inflación

Todo esto atañe a la técnica. Lo que verdaderamente importa es la política, nacional y la política monetaria. Lo que es indispensable es parar la inflación tanto en los Estados Unidos como en cualquier otra parte. Los gastos gubernamentales deben cortarse; el presupuesto debe balancearse continuamente; a los administradores monetarios así como a los bancos privados se les debe quitar el poder que les permite constante y descuidadamente aumentar la cantidad de dinero.

Sólo absteniéndose de la inflación se puede conseguir que el Patrón Oro funcione; pero a su vez, el Patrón Oro provee la disciplina necesaria para facilitar la abstención de la inflación.

David Ricardo hace más de 160 años resumió esta relación recíproca: Aun cuando el papel moneda no tenga valor intrínseco, limitando su cantidad, su valor de cambio es igual al de una moneda de la misma denominación...

«La experiencia, no obstante, nos enseña que ni el estado ni los bancos han tenido alguna vez el poder irrestricto de emitir papel moneda sin haber abusado de dicho poder; en todos los estados, por lo tanto, la emisión de papel moneda debe estar sujeta a algún control, y ningún control es tan adecuado para este propósito como el hecho de sujetar a los creadores de papel moneda a la obligación de pagar sus notas en oro o en moneda de oro».

Originalmente publicado en The FREEMAN, Agosto 1971, traducido y publicado en la Revista del CEES de Guatemala - Año: 14, Abril 1972 No. 268

El Centro de Estudios Económico-Sociales, CEES, fue fundado en 1959. Es una entidad privada, cultural y académica , cuyos fines son sin afan de lucro, apoliticos y no religiosos. Con sus publicaciones contribuye al estudio de los problemas económico-sociales y de sus soluciones, y a difundir la filosofia de la libertad.


[1] Idea Traducido por CEES. Derechos de Autor Newsweek Inc. Octubre 3, 1949

 

[2] [ii] Agradecemos al autor el permiso para publicar este artículo

 

El Fracaso del Estado "Social"

por el Profesor Jesús Huerta de Soto

El descalabro político, económico y social del socialismo en los países de la Europa del Este está afectando profundamente a aquellos teóricos occidentales que aún siguen empeñándose en defender y justificar el «socialismo intervencionista» que constituye la más íntima esencia y típica característica del denominado Estado social. Así, recientemente, Gregorio Peces-Barba ha publicado un artículo en la tercera página de ABC que, ante todo, nos pone de manifiesto en qué patética posición han llegado a situarse muchos intelectuales de Occidente que, como Peces-Barba, todavía quieren creer que el Estado intervencionista es capaz de mejorar el orden social.

Y, sin embargo, el análisis teórico más riguroso ha demostrado que tanto el «socialismo real» de las economías de tipo soviético como el socialismo intervencionista que se ha extendido en los países occidentales se basan en el mismo error intelectual y se encuentran, por tanto, a la larga, condenados al fracaso. Este error intelectual consiste simplemente, como de manera tan brillante y concisa ha puesto de manifiesto el premio Nobel F.A. Hayek en su último libro, titulado La Fatal Arrogancia, en la imposibilidad de que los responsables y funcionarios del Estado social puedan hacerse con el enorme volumen de información y conocimientos que constantemente crean, generan y utilizan de forma dispersa los millones de ciudadanos que han de sufrir sus órdenes y mandatos, tengan éstos o no forma de ley, y hayan sido o no elaborados más o menos «democráticamente». De manera que el intervencionista se encuentra siempre en una situación de «ignorancia inerradicable» frente a la sociedad civil.

Por ello le es imposible mejorar los procesos de coordinación y desarrollo de la sociedad mediante la sistemática extensión y profundización de esa «coacción institucional» que, en agudo contraste con la «idílica» imagen que se nos quiere presentar, constituye la más típica característica y manifestación de un Estado al que se le añade el calificativo de «social», con la finalidad de hacerlo al menos mínimamente atractivo, desorientando a los ciudadanos que cada día han de sufrirlo respecto al verdadero contenido y significado del mismo.

Las consecuencias de este error intelectual en el que se basa el ideal socialista se manifiestan en cuatro dimensiones: la económico-social y cultural, la jurídica, la ética y la política, las cuales, aunque se encuentran íntimamente relacionadas entre sí, es preciso analizar separadamente.

1. En el ámbito «económico-social y cultural», la obsesión reglamentista y recaudadora del Estado social dificulta, y en muchas ocasiones imposibilita, la generación de nuevas iniciativas y procesos, empresariales o no, que constituyen la savia más creativa y vivificadora que mantiene y permite el desarrollo del organismo social. De forma que el Estado social no sólo es incapaz de hacerse con la información que necesita para organizar coactiva y deliberadamente la sociedad, sino que además actúa como un pesado lastre «inhibidor» de la creación de nuevas ideas, proyectos y empresas por parte de los ciudadanos que constituyen la sociedad civil.

Se entiende ahora el hecho, tantas veces contrastado en la realidad, de que, a igualdad de circunstancias, el Estado social dificulta el desarrollo económico, generando siempre una sistemática escasez y pobreza relativa de ideas y recursos, precisamente en aquellas parcelas de la vida social en las que de forma más efectiva e intensa pretende intervenir.

Esto hace, además, que sea inevitable que los ciudadanos, en un comprensible y natural movimiento «defensivo», traten de desviar o evitar en sus circunstancias particulares los efectos para ellos más perjudiciales o drásticos de los mandatos coactivos del Estado, dando así lugar a la creación de una «economía sumergida o irregular», que si bien tiene un claro carácter superfluo y redundante, es una de las más típicas consecuencias del Estado social, y actúa positivamente como una verdadera «válvula de escape» frente a la coacción sistemática e institucional que le caracteriza.

2. En el ámbito «jurídico», el desarrollo del Estado social prostituye y vacía de contenido el concepto tradicional del Derecho, corrompe el funcionamiento de la justicia y desprestigia socialmente e incita a violar la Ley. En efecto, en el Estado social el Derecho tradicional, entendido como conjunto de normas de carácter general y abstracto aplicable por igual a todos, es sustituido por un confuso entramado de contradictorios reglamentos, órdenes y mandatos de tipo administrativo que cada vez constriñen y especifican más cuál ha de ser el comportamiento concreto de cada ciudadano. No es de extrañar, por tanto, que los ciudadanos vayan perdiendo el hábito de adaptación a normas generales y se vayan acostumbrando, por el contrario, a que todo les sea específicamente indicado y resuelto por el Estado.

Simultáneamente, y de forma paradójica, dado que eludir el mandato coactivo es, en muchas ocasiones, una exigencia impuesta por la propia necesidad de sobrevivir, el respeto social a la ley formal desaparece por completo y su incumplimiento pasa a ser considerado, desde el general punto de vista de la población, más como una loable manifestación del ingenio humano que se debe buscar y fomentar, que como una violación a un sistema de normas que puede perjudicar gravemente a la sociedad. A esta prostitución del concepto de ley inexorablemente le acompaña una paralela corrupción del concepto y de la aplicación de la justicia.

Esto es así porque en el Estado social el concepto tradicional de justicia es sustituido por un concepto espurio de justicia «social» según el cual, en vez de juzgarse comportamientos individuales aplicables por igual a todos dentro de un marco general de normas, la «justicia» se concibe como la estimación más o menos emotiva, primaria o pasional, del resultado de los procesos sociales, al margen de cuál haya sido el comportamiento de sus participes desde el punto de vista de las normas del Derecho tradicional.

Este fenómeno, junto con el alto grado de imperfección y caos de la maraña de órdenes y reglamentos en que se plasma la actividad legislativa del Estado social, hace que, con un poco de suerte y habilidad, casi cualquier pretensión puede llegar a impresionar favorablemente a un juzgador.

Surge así una generalizada inseguridad jurídica que, a su vez, crea un fortísimo incentivo para litigar y pleitear, todo lo cual disminuye aún más el grado de calidad de las decisiones judiciales, y así sucesivamente, en un proceso que, por desgracia, conocemos muy bien por la experiencia más próxima de nuestro propio país, y que amenaza con la desaparición de la justicia tradicional, o incluso de los propios jueces y magistrados, que, ante tanta confusión y carga de trabajo, corren el riesgo de convertirse en simples burócratas al servicio del poder político, encargados más de la misión de controlar el imposible cumplimiento del entramado de mandatos coactivos, que de la santa, abnegada y tantas veces incomprendida misión de aplicar a todos por igual la ley entendida en su sentido tradicional.

3. Las consecuencias que en el campo de la «ética» tiene el Estado social son también especialmente graves. En efecto, la imposición coactiva de determinados principios aparentemente más o menos «éticos» por parte del Estado social no sólo ahoga y acaba con los hábitos y prácticas individuales de preocupación por el prójimo y de caridad privada, sino que hace que la moral individual, a todos los niveles, se debilite e incluso desaparezca, siendo sustituida por un reflejo de ese típico misticismo organizativo propio del Estado que inevitablemente termina por influir también en el comportamiento individual de los ciudadanos.

Se hace prevalecer así, a nivel individual el típico voluntarismo socialista en cuanto a la consecución de los fines que se fijan y pretenden conseguir más como caprichos personales decididos «ad hoc» y alimentados en los propios deseos e instintos, que mediante la libre interacción humana sometida a normas y principios generales de carácter moral y legal. El resultado de este proceso de abandono de los principios tradicionales de la moral y de la ética individual (en el que, por cierto, han tenido mucho que ver diversos autores que, como Rousseau, son laudatoriamente citados por Peces-Barba en su artículo y que irresponsablemente califican los principios de ética individual como «represivas e inhibitorias tradiciones sociales») no es otro que el de eliminar las pautas de conducta que hicieron posible la evolución y el desarrollo de la civilización, arrojando indefectiblemente al hombre, falto de tan vitales guías y referencias sociales de actuación, a sus más atávicas y primitivas pasiones.

4. Finalmente, comentemos con brevedad la dimensión «política» del problema que plantea todo Estado social. Por un lado, los ciudadanos que sufren la coacción sistemática del Estado pronto descubren que tienen muchas más posibilidades de lograr sus fines si dedican su tiempo, esfuerzo e ingenio humano a tratar de presionar, influir y conseguir ventajas particulares y privilegios del Estado antes que a realizar actividades económicas verdaderamente productivas. La vida social, por tanto, se politiza en extremo, y el proceso espontáneo y armonioso que es propio de la sociedad civil pasa a ser sustituido por un proceso de constante lucha por el poder y en el que el conflicto y las desavenencias entre los distintos grupos sociales pasa a ser la nota más característica y dominante de la vida en sociedad.

En este contexto, los políticos convierten el objetivo de mantenerse en el poder en su máxima guía de actuación, a la que todo lo subordinan, dedicando la mayor parte de su tiempo a crear situaciones en las que ese poder que detentan pueda aumentarse, extenderse y verse justificado. Se explica así el abuso continuo de la propaganda política por parte del poder en la que siempre se intenta dar una versión idílica de los efectos de la intervención gubernamental, todo ello en compañía de los grupos de interés que salgan beneficiados en cada caso, así como con las organizaciones burocráticas, que siempre tienden a sobre-expansionarse y a crear la artificial necesidad de su existencia, exagerando los «beneficiosos» resultados de su intervención y ocultando sistemáticamente los perversos efectos de la misma. Estas intervenciones crean todo tipo de desajustes y conflictos sociales que los políticos siempre achacan a la «falta de colaboración y egoísmo de la ciudadanía». Los conflictos y desajustes se utilizan, a su vez, como un pretexto para justificar ulteriores dosis de intervención aún más profunda y dañina, y así sucesivamente, en un proceso de extensión «totalitaria» del poder político que todo lo pretende invadir.

El fracaso del Estado social se basa, por tanto, en la total ignorancia del intelectual socialista, que cree posible y conveniente recurrir a la violencia estatal para mejorar la sociedad, y ha sido evidenciado por el análisis teórico de economistas y sociólogos que, como Mises, Hayek y el también Premio Nobel Buchanan, han sido capaces de explicar a nivel teórico algo que la experiencia práctica de muchas naciones ya venía poniendo de manifiesto desde hace mucho tiempo. El daño que sobre el entramado de la convivencia ciudadana crea el Estado social es tan grave y profundo, y los mecanismos de su extensión tan sinuosos y corruptores, que no cabe duda de que el Estado social se ha convertido en el verdadero y más peligroso «opio del pueblo» de nuestro siglo. Por ello, la principal obligación moral de todo intelectual amante de la sociedad civil debe consistir en desenmascarar tal sistema, ayudando en todo lo posible a que sus conciudadanos inicien también en Occidente una histórica «perestroika» que, bien por vía evolutiva o revolucionaria, acabe con las grandes dosis de socialismo intervencionista que se han desarrollado en muchos de los llamados países de economía de mercado.

El Gobierno vs. el Estado

Por John Cobin, Ph.D. para The Times Examiner

19 de Enero, 2005

Albert Jay Nock (1870-1947), aunque relativamente desconocido el día de hoy, fue uno de los periodistas y filósofos políticos más destacados de su tiempo. Fundó lo que llegaría a ser The Freeman (vea. www.fee.org para más detalles) a principios de los 1920s – una de las publicaciones disponible más fuerte y consistente de periodismo de respaldo a la libertad y a los mercados libres. A. Tucker elogia la sofisticación y el genio de Nock en su tributo: “Albert Jay Nock, el Hombre Olvidado de la Derecha” (2002 – ver http://www.lewrockwell.com/tucker/tucker23.html). “La frase Hombre de Letras se concede aquí y allá con bastante indiferencia en estos días, pero A. J. Nock fue legítimo.

Nacido en Scranton, Pennsylvania, fue instruido en casa desde edad muy temprana en Griego y Latín, era increíblemente bien versado en todos los campos, un aristócrata natural en el mejor sentido del término. Combinaba un sentido cultural de la vieja escuela (desdeñaba la cultura popular) y un anarquismo político que miraba al Estado como el enemigo de todo lo que es civilizado, hermoso y verdadero. Y aplicó este principio de manera consistente en oposición a la beneficencia pública, las economías controladas por el gobierno, la fusión, y por sobre todo, la guerra”.

En sus Memorias de un Hombre Superfluo (1943), Nock escribe sobre la naturaleza anómala del gobierno: “Se supone que debíamos de respetar a nuestro gobierno y sus leyes, no obstante, por lo que dicen todos, aquellos que tenían la responsabilidad por la conducta del gobierno y la composición de sus leyes eran los peores canallas; de hecho, las condiciones de sus posiciones les impedían que las cosas fueran de otra manera.” Nock estaba totalmente desconcertado por la realidad del estado. Lo miraba como un gran mal en el mundo; trágicamente inevitable y, en un sentido bastante fatalista, la ruina manifiesta y lúgubre de todas las grandes civilizaciones. Preveía que el surgimiento del poder estatal gradualmente reduciría las grandes vías de Nueva Inglaterra hasta convertirlas en las vías desoladas y abandonas de la Antigua Inglaterra.

En su ensayo clásico Nuestro Enemigo, el Estado (1935), Nock desarrolla su tesis de que hay una gran diferencia entre el gobierno, el cual es establecido por los hombres para proteger el “poder social” y la cooperación pacífica y mutuamente benéfica, y el estado. El estado es la mutación siempre en crecimiento del gobierno que resulta en la molestia que favorece el corretaje, la venta de beneficios y la protección de negocios que ahora plagan a la sociedad moderna. Por un lado los hombres tienen derechos naturales que anteceden a la creación del gobierno, que han de ser protegidos por el poder colectivo del gobierno. Como lo dice Thomas Jefferson, “Sostenemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales, y que se les confieren, de parte de su Creador, ciertos Derechos inalienables, y que entre éstos se hallan la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad. Que para asegurar estos derechos los Gobiernos son instituidos entre los Hombres, derivando sus justos poderes del consentimiento de los gobernados.” Por el otro lado, los estados son tumores cancerosos que se desarrollan saqueando los derechos inalienables. Los estados son parásitos y depredadores que reparten privilegios y trasvasan prosperidad a través de los impuestos y las regulaciones.

Nock dice, “Al principio de su panfleto llamado Sentido Común, [Thomas] Paine traza una distinción entre la sociedad y el gobierno. Mientras que la sociedad en cualquier estado es una bendición, él dice, ‘el gobierno, incluso en su mejor condición, no es sino un mal necesario; en su peor condición, un mal intolerable.’ En otro lugar habla del gobierno como ‘un medio convertido en necesario por la falta de habilidad de la virtud moral de gobernar el mundo.’” El gobierno podría originarse por el entendimiento y el acuerdo común de la sociedad dirigida a asegurar “la libertad y la seguridad.” Pero el poder del gobierno debiese ser limitado a estos dos elementos y nunca debiese degenerar en alguna “intervención positiva sobre el individuo, sino únicamente en una intervención negativa.” Para Nock, “toda la ocupación del gobierno” debiese ser la de proteger nuestros derechos inalienables y nada más.

Nock tiene razón. La visión de los Fundadores Americanos no podía haber sido más clara. Sin embargo, el desafiante estado se ha materializado – a pesar de las buenas intenciones de los Fundadores – originando “la conquista y la confiscación.” El orden anti social resultante del estado y sus administradores tendría que ser juzgado por la ética y la ley común como “algo que no se puede diferenciar de una clase criminal profesional.” Nock continúa: “Lejos de fomentar un desarrollo integral del poder social, invariablemente ha convertido, como lo dijo [James] Madison, cualquier contingencia en un recurso para agotar el poder social y agrandar el poder del Estado. Como ha señalado el Dr. Sigmund Freud, ni siquiera puede decirse que el Estado haya mostrado jamás alguna disposición para suprimir el crimen, sino solamente para salvaguardar su propio monopolio del crimen... con una implacable falta de escrúpulos. Tomando al Estado dondequiera que se encuentre, inquiriendo en su historia en cualquier punto, uno no ve la manera de diferenciar las actividades de sus fundadores, administradores y beneficiarios de aquellas actividades que corresponden a una clase criminal profesional”.

Si los amantes de la libertad adoptan una visión Nockiana del estado, no les queda más alternativa que reconocer que el ideal del gobierno visionado por los Fundadores ha sido cercenado. El estado mutante Americano se ha convertido – mucho más que cuando Nock escribió hace 70 años – en algo no muy diferente a una banda de matones. Si el derecho a la auto-defensa significa algo, y si los principios de Jefferson son aún válidos, la destrucción del estado Americano como actualmente se presenta, y su reemplazo con un gobierno congruente con la visión de los Fundadores, es algo justificado y un objetivo digno de aquellos que aman la libertad.

 

El Mito de que el Laissez Faire es Responsable de nuestra Crisis Actual

Mises.org - Artículo Diario, por George Reisman - Publicado el 10/23/2008.

Los noticieros de los medios de comunicación están en el proceso de creación de un nuevo gran mito histórico. El mito de que nuestra actual crisis financiera es el resultado de la libertad económica y del ‘laissez-faire’ del capitalismo.

El intento de echar la culpa al ‘laissez-faire’ se puede fácilmente confirmar con una búsqueda en Google de los términos "crisis + laissez faire". En la primera página de los resultados que surgen, o en las páginas-web listadas como resultado de la búsqueda, aparecen las siguientes declaraciones típicas:

           "La crisis de las hipotecas es el ‘laissez-faire’ descarriado”.

           "Sarkozy [Nicolás Sarkozy, Presidente de Francia]. Dijo que la economía del 'laissez-faire', la autorregulación y la opinión de que el omnipotente mercado es sabio están acabadas”.

           "La ideología americana del ‘laissez-faire’, tal como se practicó durante la crisis de las hipotecas (subprime), fue tan simplista como peligrosa, recalcó Peer Steinbrück, el Ministro de Hacienda alemán”.

           "Paulson trae un enfoque tipo ‘laissez-faire’ sobre la crisis financiera”.

           "Este es el ‘au revoir’ a los días del ‘laissez-faire’" [[1]].

Recientes artículos en el New York Times proporcionan una mayor confirmación. Un artículo declara, "Los Estados Unidos tienen una cultura que celebra el ‘laissez-faire’ del capitalismo como ideal económico..." [[2]]. Otro artículo nos dice, "Durante 30 años, el sistema político de la nación se ha inclinado en favor de la desregulación de las empresas y en contra de nuevas normas" [[3]]. En un tercer artículo, un par de periodistas afirman: "Desde 1997, Brown [Primer Ministro británico], ha sido una voz poderosa detrás del abrazo del Partido Laborista de una filosofía económica estilo americano, ligera en reglamentaciones. El enfoque ‘laissez-faire’ alentó a los bancos del país a ampliar sus operaciones internacionalmente y a perseguir utilidades en áreas muy lejanas de su misión fundamental de atraer depósitos" [[4]]. Así pues, incluso a la Gran Bretaña se la describe como teniendo un enfoque ‘laissez – faire’.

La mentalidad mostrada en estas declaraciones es tan completa y totalmente contradictoria con el significado real de ‘laissez-faire’ que se podría describir la política económica de la antigua Unión Soviética como una de ‘laissez-faire’ en sus últimas décadas. En su lógica, que es la forma en que tendría que describirse la política de Brezhnev y sus sucesores, de permitir que los trabajadores de las granjas colectivas pudieran cultivar parcelas de tierra hasta de un acre de tamaño, por su propia cuenta, y vender los productos en los mercados agrícolas de las ciudades Soviéticas. Según la lógica de los medios de comunicación, esto también sería ‘laissez faire’ - al menos en comparación con la época de Stalin.

El ‘laissez-faire’ del capitalismo tiene un significado definido, el cual es totalmente ignorado, entra en contradicción, y es francamente distorsionado con declaraciones tales como las citadas anteriormente.

El ‘laissez-faire’ del capitalismo es un sistema político-económico basado en la propiedad privada de los medios de producción y en el que los poderes del Estado se limitan a la protección de los derechos del individuo contra el uso de la fuerza física. Esta protección se aplica a la incoación de la fuerza física por otras personas privadas, por gobiernos extranjeros y, más importante, por el propio gobierno donde reside el individuo. Este último se logra por medios tales como una constitución escrita, un sistema con división de poderes, un sistema de pesos y balanzas, una declaración explícita de derechos, y una eterna vigilancia por parte de la ciudadanía, la cual tiene derecho a poseer y a portar armas. Bajo el ‘laissez-faire’ del capitalismo, el Estado consiste esencialmente en sólo una fuerza de policía, tribunales de justicia, y un establecimiento de defensa nacional, que pueda disuadir y combatir a quienes inicien el uso de la fuerza física. Y nada más.

El absurdo total de las declaraciones afirmando que el presente ambiente político-económico de los Estados Unidos en cierto sentido representa el ‘laissez-faire’ del capitalismo, se convierte en algo tan claro y evidente si se tiene en cuenta el muy limitado papel de los gobiernos bajo el ‘laissez-faire’ y, a continuación considera los siguientes hechos acerca de los Estados Unidos de hoy:

1.         El gasto público en los Estados Unidos actualmente equivale a más del cuarenta por ciento del ingreso nacional, es decir, de la suma de todos los sueldos y salarios y de las utilidades e intereses devengados en el país. Esto sin contar ninguno de los gastos masivos, por fuera del presupuesto, tales como aquellos por cuenta de las empresas del gobierno Fannie Mae y Freddie Mac. Tampoco incluye ninguno de los gastos en los varios y recientes "rescates" de entidades financieras. Lo que esto significa es que, sustancialmente más de cuarenta dólares de cada cien dólares devengados, son retenidos por el gobierno en contra de la voluntad de los ciudadanos individuales que han logrado tal ingreso. El dinero y los bienes implicados son entregados al gobierno sólo porque los ciudadanos quieren evitar la cárcel. La libertad de disponer de sus propios ingresos y producción es pues, violada a una escala colosal. En contraste, en virtud del ‘laissez-faire’ del capitalismo, el gasto público tendría una escala de modestia tal que los meros ingresos arancelarios podrían ser suficientes para sufragarlo. Los impuestos de renta a empresas e individuos, los impuestos sobre la herencia y las ganancias de capital, y los impuestos para la seguridad social y el Medicare no existirían.

2.         En la actualidad hay quince departamentos (equivalente a ministerios) del gabinete federal, nueve de los cuales existen con el propósito de interferir respectivamente con la vivienda, el transporte, la sanidad, la educación, la energía, la minería, la agricultura, el trabajo, el comercio, y prácticamente todos en la actualidad, de forma rutinaria, pisotean uno o más aspectos importantes de la libertad económica del individuo. De conformidad con el ‘laissez-faire’ del capitalismo, once de los quince departamentos del gabinete dejarían de existir y sólo los departamentos de justicia, defensa, estado, y tesorería seguirían existiendo. Dentro de esos departamentos, además, habría lugar a nuevas reducciones, como la abolición del IRS en el Departamento del Tesoro y la División Antimonopolio del Departamento de Justicia.

3.         La injerencia económica de los departamentos actuales del gabinete se ve reforzada y amplificada por más de un centenar de agencias y comisiones federales, las más conocidas de las cuales incluyen, además del IRS, el FDIC y el FRB, el FBI y la CIA, EPA, FDA, SEC, CFTC, NLRB, FTC, FCC, FERC, FEMA, FAA, CAA, INS, OHSA, CPSC, NHTSA, EEOC, BATF, DEA, NIH, y la NASA. Bajo el ‘laissez-faire’ del capitalismo, todos esos organismos y comisiones se harían desaparecer, con la excepción del FBI, que se reduciría a sus legítimas funciones de contraespionaje y lucha frente a los delitos, contra personas o bienes, que se lleven a cabo traspasando fronteras estatales.

4.         Para completar este catálogo de injerencia del Gobierno y de atropello a cualquier vestigio de ‘laissez-faire’, a finales de 2007, último año del cual se disponen datos, en el Registro Federal figuran setenta y tres mil páginas llenas de regulaciones gubernamentales detalladas. Este es un aumento de más de diez mil páginas, desde 1978, años durante los cuales, de acuerdo con los artículos del New York Times citados anteriormente, nuestro sistema se ha "inclinado a favor de la desregulación de los negocios y en contra de nuevas normas". Bajo el ‘laissez-faire’ del capitalismo, no habría Registro Federal. Las actividades de los restantes departamentos del gobierno y sus subdivisiones estarían controladas exclusivamente por leyes debidamente promulgadas y no por reglamentos dictados por funcionarios públicos no elegidos.

5.         Y, por supuesto, a todo esto hay que añadir el masivo aparato de leyes, departamentos, agencias, y regulaciones a nivel estatal y local. De conformidad con el ‘laissez-faire’ del capitalismo, estos también, en su mayor parte, serían totalmente abolidos y lo que quede debe reflejar el mismo tipo de reducciones radicales en tamaño y alcance de actividad gubernamental que aquellas llevadas a cabo en el ámbito federal.

Lo que esta breve reseña ha demostrado es que el sistema político-económico de los Estados Unidos hoy en día está tan lejos del ‘laissez-faire’ del capitalismo cuanto más cerca de un sistema de estado policial. Se puede catalogar la capacidad de los medios de comunicación, de hacer caso omiso de la masiva intrusión del Gobierno prevalente hoy y de caracterizar nuestro actual sistema económico como uno de ‘laissez-faire’ y de libertad económica, sino de profundamente deshonesta, por lo menos equivocada.

La intervención del gobierno realmente es la responsable de la crisis.

Más allá de todo esto está el hecho de que actualmente la responsabilidad de nuestra crisis financiera radica precisamente en la masiva intervención del gobierno, sobre todo la intervención de la Reserva Federal para tratar de crear capital de la nada, en la creencia de que la mera creación de dinero y su puesta a disposición del mercado crediticio es un sustituto para el capital creado por la producción y el ahorro. Esta es una política que ha aplicado desde su fundación, pero con excepcional vigor desde 2001, en sus esfuerzos por superar el colapso de la burbuja del mercado de valores, cuya creación había inspirado anteriormente.

La Reserva Federal y otras entidades del gobierno persiguen una política de creación de dinero y crédito en todo lo que hacen de forma tal que aliente y proteja a los bancos privados en el intento de engañar a la realidad haciendo parecer que uno puede guardar su dinero y prestarlo también, ambas cosas al mismo tiempo. Esta duplicidad se produce cuando los individuos o las empresas depositan dinero efectivo en los bancos, el cual pueden seguir utilizando para hacer compras y pagar facturas por medio de cheques en lugar de utilizar los billetes en circulación. A a los bancos entonces se les ha permitido y alentado a prestar fondos que han sido depositados en esta forma (por lo general mediante la creación de depósitos nuevos (o adicionales) en cuentas de cheques, en lugar de hacer los préstamos en moneda corriente), los bancos lo que hacen realmente es crear dinero nuevo y adicional. Los depositantes siguen teniendo su dinero y los prestatarios conservan en depósito la mayor parte de los fondos. En los últimos años, la Reserva Federal ha alentado en tal forma este proceso, que los depósitos creados en cuentas de cheques son iguales a cincuenta veces la reservas en efectivo de los bancos, una situación más que madura para una implosión.

Toda esta cantidad de dinero nuevo y adicional ingresando al mercado de préstamos es fundamentalmente capital ficticio, en el sentido de que no representa bienes de capital nuevos y adicionales en el sistema económico, sino más bien una simple transferencia de parte de la oferta existente de bienes de capital a diferentes manos, para ser usado de diferentes maneras, menos eficientes y, a menudo para despilfarrarlo de manera flagrante. La actual crisis de la vivienda es quizás, en toda la historia, el ejemplo más elocuente de ello.

Un capital probablemente de un billón y medio de dólares, o más, en cuentas de cheques nuevas y adicionales, se canalizó hacia el mercado de la vivienda como resultado de los tipos de interés artificialmente bajos causados por la presencia de una cantidad cada vez mayor de dinero nuevo y adicional en el mercado crediticio. Debido a la naturaleza de su financiación a largo plazo, la vivienda es especialmente susceptible a tipos de interés más bajos, los cuales pueden servir para reducir drásticamente la cuota mensual de los pagos de la hipoteca y de esta manera aumentar la correspondiente demanda de vivienda y de préstamos hipotecarios para financiarla.

Durante un período de años, el resultado fue un enorme incremento en la producción y compra de viviendas nuevas, que aumentó rápidamente los precios de la vivienda, y a renglón seguido, un incremento en espiral en la producción y compra de vivienda nueva con la expectativa de un aumento continuado de su precio.

Para calibrar la magnitud de su responsabilidad, sólo en el período del 2001 al 2008, la Reserva Federal causó un aumento en el suministro de capital en cuentas de cheques por más del 70 por ciento del total creado en sus anteriores 88 años de existencia - es decir, cerca de 2 billones de dólares [[5]]. Este fue el monto por el cual los depósitos en las cuentas de cheques superaron a las reservas bancarias, es decir, el dinero que los bancos tienen disponible para hacer los pagos en efectivo requeridos por los depositantes. La Reserva Federal causó este aumento de capital ilusorio al crear reservas bancarias nuevas o adicionales, no importa cuales, a fin de lograr una tasa de interés de fondos federales - es decir, la tasa de interés usada por los bancos en sus movimientos de reservas - que fuera bastante más baja que la tasa de interés determinada por el mercado. Durante los tres años transcurridos entre 2001 y 2004, la Reserva Federal empujó la tasa de fondos federales por debajo del 2 por ciento y, entre julio de 2003 a junio de 2004, la forzó aún más hasta alrededor del 1 por ciento. La Reserva Federal también hizo posible que los bancos operaran con un porcentaje mucho menor de reservas que nunca antes. Considerando que, en un mercado libre, los bancos tendrían reservas de oro iguales a sus depósitos en cuentas de cheques - o por lo menos una parte sustancial de ellos [Devil]. - la Reserva Federal en los últimos años ha logrado que operen con reservas en moneda irredimible de menos del 2 por ciento.

La Reserva Federal bajó la tasa de los fondos federales y provocó un gran incremento en el suministro de capital ilusorio a efectos de bajar todos los tipos de interés del mercado. El capital ilusorio adicional puede encontrar prestatarios sólo con las tasas de interés más bajas. La meta de la Reserva Federal era lograr tasas de interés tan bajas que no pudieran ni siquiera compensar el aumento de los precios. Se buscaba deliberadamente lograr una tasa real de interés negativa sobre el capital, es decir, una tasa por debajo de la tasa a la que aumentaban los precios. Esto significa que un prestamista, después de recibir intereses por un año, tiene un menor poder adquisitivo que el que tenía el año anterior, cuando sólo tenía el monto inicial.

Al hacerlo, el propósito último de la Reserva Federal era estimular la inversión y el gasto por parte de los consumidores. Quería que el costo de la obtención de capital fuera mínimo de tal modo que fuera invertido a la mayor escala posible y que las personas consideraran que quien guardara dinero estaba perdiendo, lo que estimularía el gastarlo más rápido. Más gasto, cada vez más gasto era la preocupación de la Reserva Federal, en la creencia de que eso es lo que se requiere para evitar el desempleo en gran escala.

Como resultado, la Reserva Federal obtuvo lo que quería con una tasa real de interés negativa, pero en cierta medida mucho más allá de lo que deseaba. Deseaba una tasa negativa de retorno real tal vez del 1 al 2 por ciento. Lo que logró en el mercado de vivienda fue una tasa real de retorno negativo medida como la pérdida de una porción importante del capital invertido.

En palabras del New York Times, "En el año transcurrido desde que comenzó la crisis, las instituciones financieras del mundo han expedido alrededor de $500 mil millones en títulos respaldados por hipotecas. A menos que se haga algo para detener la rápida disminución de los valores de la vivienda, estas instituciones es probable que expidan de $1 a $1.5 billones adicionales" [[7]].

Esta vasta pérdida de capital en la debacle de la vivienda es responsable de la incapacidad de los bancos para hacer préstamos a muchas empresas a las que podría y normalmente prestaría. La razón por la que no puede hacerlo ahora es que la riqueza y los fondos que se perdieron ya no existen y, por tanto, no pueden ser prestados a nadie. La política de la Reserva Federal de expansión del crédito basada en la creación de dinero nuevo y adicional en cuentas de cheques ha servido para suministrar capital a prestatarios que no lo merecían, que nunca deberían haberlo obtenido en primer lugar y que han privado a otros prestatarios mucho más dignos de crédito, del capital que necesitaban para mantener a flote sus negocios. Su política ha sido una de redistribución y destrucción.

El capital que ha causado que se mal invierta, y se pierda, en materia de vivienda, es capital que ya no está disponible para empresas tales como Wickes Furniture, Linens ‘n Things, Levitz Furniture, Mervyns, e innumerables otros, que tuvieron que ir a la quiebra porque no pudieron obtener los préstamos que necesitaban para permanecer en el negocio. Y, por supuesto, entre las principales víctimas se encuentran los más grandes bancos en sí mismos. Las pérdidas que sufrieron acabaron con su capital y salieron del negocio. Y la lista de bajas, sin duda, seguirá creciendo.

Cualquier discusión sobre la debacle de la vivienda estaría incompleta si no se incluye la mención del sistemático consumo de “equity” de la vivienda, alentado durante varios años por los medios de comunicación y un ignorante gremio de profesionales de la economía. De acuerdo con las enseñanzas del keynesianismo, que el gasto del consumidor es la base de la prosperidad, consideraron el aumento de los precios de la vivienda como un medio poderoso para estimular tal tipo de gasto. El incremento del “equity” para los propietarios, sostenían, permitiría a los propietarios pedir dinero prestado para financiar el consumo y, por tanto, mantener la economía funcionando a un alto nivel. Tal como ha resultado, este consumo ha servido para montar a muchos dueños de vivienda, en hipotecas que ahora son mayores que el valor de sus hogares,  que no habría ocurrido si no hubieran permitido ampliar esas hipotecas para financiar consumo adicional. Este consumo es la causa de una pérdida adicional de capital, muy por encima de la pérdida de capital por mala inversión.

Un debate sobre la debacle de la vivienda tampoco estaría completo sino menciona el papel de las garantías del gobierno a muchos préstamos hipotecarios. Si el gobierno garantiza el principal y los intereses de un préstamo, no hay razón para que un prestamista ponga atención a las calificaciones del prestatario. No pierde al hacer el préstamo, no obstante lo malo que éste pueda llegar a ser.

Un número considerable de préstamos hipotecarios lleva esas garantías. Por ejemplo, un artículo del New York Times describe el Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano como "un organismo que lubrica la rueda de las hipotecas a compradores “por primera vez” al respaldar miles de millones de dólares en préstamos". El artículo describe cómo HUD redujo progresivamente sus normas sobre préstamos: "las familias ya no tuvieron que demostrar que tenían cinco años de ingresos estables; bastaban tres años... a los prestamistas se les permitió contratar a sus propios valuadores en lugar de confiar en un panel seleccionado por el gobierno… los prestamistas no tenían que entrevistar cara a cara a la mayoría de los prestatarios asegurados por el gobierno ni a mantener sucursales físicas ", debido a que la aprobación del gobierno para la concesión del seguro a la hipoteca se había vuelto automática.

El artículo del Times pasa a describir cómo algunos "prestamistas", como CountryWide Financial, el cual era uno de los más grandes y prominentes, "decidió servir a los pobres cuyo historial de crédito les hacía inelegibles para obtener préstamos "prime" con los más bajos intereses. Describe como "CountryWide firmó un compromiso con el gobierno para hacer ‘esfuerzos creativos proactivos' para dotar de vivienda a americanos de bajos ingresos o pertenecientes a minorías raciales” [Music]. "Esfuerzos creativos proactivos" es una buena descripción de lo que los prestamistas hicieron al ofrecer tipos extraños de hipotecas tales como las que requieren solamente el pago intereses, y, aún más, al permitir incluso el no-pago de intereses añadiéndolos a la suma del principal pendiente de pago. (Estas hipotecas se adaptan a las necesidades de vivienda de compradores cuyo motivo de compra era poder vender tan pronto como los precios de la vivienda aumentaran suficientemente).

Mientras un gran número de viviendas se compraron sobre la base de una creencia infundada de un perpetuo incremento de sus precios, así también un gran número de complejas derivadas financieras se venden sobre la base de una infundada creencia de que el Sistema de la Reserva Federal en realidad tendría el poder que alegaban de hacer imposibles las depresiones - un poder que los medios de comunicación y gran parte de los profesionales de la economía reafirmaron en repetidas ocasiones.

Las derivadas han recibido tan mala prensa que es necesario señalar que la póliza de seguro de una casa es una derivada. Y muchas de las derivadas que se han vendido y que ahora están creando problemas de insolvencia y quiebra, tales como los "swaps de incumplimiento crediticio (SADC)", son en una u otra forma, pólizas de seguro. Su falla fue que, a diferencia de los seguros de los propietarios ordinarios, no tenían una lista suficiente de exclusiones.

Las pólizas de las propiedades hacen exclusiones por cosas tales como daños causados por la guerra y, en muchos casos, dependiendo de los riesgos especiales de la zona, por terremotos y huracanes. De la misma manera, las más complejas de las derivadas deberían haber hecho una exclusión por pérdidas resultantes del colapso financiero provocado por la Reserva Federal al patrocinar una masiva expansión del crédito. (Si es realmente imposible incluir tal exclusión, ya que muchas de las pérdidas pueden producirse antes de que la naturaleza de la causa se haga evidente, entonces las derivadas no se deben expedir y el mercado no las expedirá a causa de los riesgos inaceptables que entrañan). Sin embargo, décadas de lavado de cerebro por el gobierno, los medios de comunicación, y el sistema educativo han convencido a casi todo el mundo que tal colapso ya no es posible.

La creencia en la imposibilidad de las depresiones desempeñaron el mismo papel en la creación y venta de "obligaciones de deuda garantizadas (CDOs sigla en Inglés por Collaterized Debt Obligations)”. Aquí se agruparon hipotecas dispares y se emitieron valores en su contra. En muchos casos, grandes compradores agruparon colecciones de dichos valores y emitieron nuevos títulos en contra de aquellos. A medida que más y más propietarios incumplen con el pago de sus préstamos, el resultado ha sido que nadie es capaz de determinar directamente el valor de estos títulos. Para hacerlo, será necesario separarlos hasta el nivel de hipotecas individuales. Tales enredos de valores nunca se deberían haber vendido en un mercado no sobresaturado por la propaganda que las depresiones son imposibles bajo el manejo gubernamental del sistema financiero.

Por último, un debate de la debacle de la vivienda no estaría completo si no incluye mención de las formas virtuales de extorsión que sirvieron para fomentar el otorgamiento de los préstamos a prestatarios que no cumplían con los requisitos. Así pues, Wikipedia la enciclopedia en línea escribe:

La Ley de Reinversión en la Comunidad [CRA]...es una ley federal de los Estados Unidos destinada a alentar a los bancos comerciales y asociaciones de ahorros a satisfacer las necesidades de los prestatarios en todos los segmentos de la comunidad, incluidos los vecindarios de bajos y moderados ingresos... los reglamentos de la CRA dan a los grupos de la comunidad el derecho a protestar o comentar acerca del desacato a las normas de la CRA por parte de los bancos. Estas observaciones podrían ayudar o dificultar las expansiones previstas por los bancos.

El significado de estas palabras es que la Ley de Reinversión en la Comunidad da poder a "grupos de la comunidad," para determinar cualquier aspecto importante del éxito o fracaso financiero de un banco. Sólo en el caso que estén satisfechos con que el banco esté haciendo suficientes préstamos a prestatarios a los que, de otro modo, optaría por no prestar, se les permitiría salir avante. El más destacado grupo de ese tipo de comunidad es ACORN.

Parte integrante del ambiente que ha hecho posible una ley como la CRA, son las amenazas de difamación contra los bancos por ser "racistas" si deciden no hacer préstamos a las personas que son malos riesgos de crédito y que además sucede que pertenecen a este o aquel grupo minoritario. Las amenazas de difamación van como mano al guante con la intimidación por parte de diversos organismos gubernamentales que ejercen poder discrecional sobre los bancos y están en condiciones de hacerles daño si no se ajustan a los deseos de los organismos. Los mismos puntos se aplican a los prestamistas hipotecarios diferentes a los bancos.

Lo que demuestra este extenso análisis de las causas reales de la crisis financiera es que es la intervención del gobierno, no el mercado libre, ni el ‘laissez-faire’ del capitalismo, quien es responsable en todos los aspectos esenciales.

El Mito del Laissez-Faire y el Marxismo de los Medios de Comunicación.

El mito de que el ‘laissez-faire’ existe en la actualidad en los Estados Unidos y que es responsable de nuestra actual crisis económica es promulgado por personas que no conocen prácticamente nada de lo que es una teoría económica racional, ni de la naturaleza real del ‘laissez-faire’ del capitalismo. Ellos defienden estos mitos a pesar de, o más bien a causa de, su educación en los principales colegios y universidades del país. Cuando se trata de asuntos de economía, su educación los ha compenetrado completamente en las erróneas y perniciosas doctrinas de Marx y Keynes. Al alegar que ven la existencia del ‘laissez-faire’ en medio de esa masiva injerencia del Gobierno que constituye todo lo contrario del ‘laissez-faire’, están tratando de reescribir la realidad a fin de que coincida con su visión del mundo y sus prejuicios marxistas.

Ellos absorben más las doctrinas de Marx en sus clases de historia, filosofía, sociología y literatura, que en las clases de economía. Las clases de economía, mientras por lo general no son marxistas en sí mismas, ofrecen solamente una refutación muy insuficiente de las doctrinas marxistas y dedican la casi totalidad de su tiempo a la defensa de keynesianismo y otras doctrinas anticapitalistas, menos conocidas, como la doctrina de la competencia pura y perfecta.

Muy pocos de los profesores, y sus estudiantes, han leído siquiera una sola página de los escritos de Ludwig von Mises, quien es el más eminente teórico del capitalismo y el conocimiento de sus escritos es esencial para su comprensión. Casi todos ellos están, por lo tanto, esencialmente en la ignorancia de lo que es una sana economía.

Cuando me refiero al sistema educativo y a los medios de comunicación como marxistas, no es mi intención dar a entender que sus miembros favorecen cualquier tipo de derrocamiento por la fuerza del gobierno de los Estados Unidos o que inclusive sean necesariamente defensores del socialismo. Lo que quiero decir es que son marxistas en la medida en que aceptan las opiniones de Marx sobre la naturaleza y el funcionamiento del ‘laissez-faire’ del capitalismo.

Aceptan la doctrina marxista de que en ausencia de la intervención del gobierno, el interés propio, el afán de lucro - la "desenfrenada codicia" - de los empresarios capitalistas, serviría para conducir las tasas de salario al mínimo de subsistencia, mientras que prorrogaría el horario de trabajo al máximo humanamente soportable, impondría terribles condiciones de trabajo, y llevaría a los niños a trabajar en las fábricas y en las minas. Señalan el miserablemente bajo nivel de vida y las terribles condiciones de los asalariados en los primeros años del capitalismo, especialmente en Gran Bretaña, y creen que eso demuestra su caso. Van a argumentar que sólo la intervención del gobierno en forma de legislación en pro de los sindicalistas y del salario mínimo, de un máximo de horas de trabajo, de la prohibición legal del trabajo infantil, y de mandatos gubernamentales en relación con las condiciones de trabajo, servirían para mejorar las condiciones de los asalariados. Consideran que la derogación de esta legislación traería consigo un retorno a las miserables condiciones económicas de los primeros años del siglo 19.

Consideran los beneficios e intereses de los empresarios y capitalistas como injustificadas, como ganancias inmerecidas, por exprimir a los asalariados – los supuestos verdaderos productores – con el equivalente de la fuerza física y, por ende, ven a los asalariados como si estuvieran en la posición de esclavos virtuales ("esclavos del salario") y al capitalista "explotador" como si estuviera en la posición de virtual propietario de esclavos. Muy relacionado con esto, contemplan el cobro de impuestos a los empresarios y capitalistas y el uso de los recaudos en beneficio de los asalariados, en formas tales como la seguridad social, la socialización de la medicina, la educación pública y la vivienda pública, como una política que sólo sirve para devolver a los asalariados cierta porción del botín presuntamente robado a ellos en el proceso de "explotación".

En pleno acuerdo con Marx y su doctrina que, en virtud del ‘laissez-faire’ los capitalistas expropian toda la producción de los asalariados por encima de lo que es necesario como mínimo para su subsistencia, asumen que la intervención del gobierno no hace daño a nadie, sino a los empresarios y capitalistas inmorales y nunca a los asalariados. Así pues, no sólo los impuestos para pagar por los programas sociales, sino también el aumento de los salarios impuesto por legislación en pro de los sindicatos y del salario mínimo, se supone simplemente que debe salir de las ganancias, sin ningún efecto negativo sobre los asalariados, tal como el desempleo. Asimismo para efectos de la imposición por el gobierno de menos horas y mejores condiciones de trabajo, y la abolición del trabajo infantil: el resultante aumento de los costos se asume simplemente que debe salir de la “plusvalía" de los capitalistas, nunca de la calidad de vida de los asalariados mismos.

Esta es la mentalidad de la totalidad de la izquierda y en particular de los miembros del sistema educativo y de los medios de comunicación. Es una visión del afán de lucro y de la búsqueda material del interés propio como intrínsecamente letal si no se contrarresta por la fuerza y no se controla rígidamente por la intervención del gobierno. Como se dijo, es una opinión que considera el papel de los empresarios y capitalistas como comparable al de los propietarios de esclavos, a pesar del hecho que los empresarios y capitalistas no emplean ni pueden emplear armas de fuego, látigos, o cadenas y sólo pueden encontrar y mantener a sus trabajadores mediante la oferta de mejores salarios y condiciones de las que los trabajadores puedan encontrar en otros lugares.

No es de extrañar, el sistema educativo y los medios de comunicación comparten el punto de vista de Marx de que el ‘laissez-faire’ del capitalismo es una "anarquía de la producción", en la que los empresarios y los capitalistas corretean como pollos sin cabeza. En su opinión, la racionalidad, el orden y la planificación emanan del gobierno, no de los participantes en el mercado.

Como digo, este es el tipo de marco intelectual en que gira la gran mayoría de los profesores de hoy y de varias generaciones de sus predecesores. Es igualmente el marco intelectual de sus estudiantes, que han absorbido diligentemente sus erróneas enseñanzas y algunos de los cuales han pasado a convertirse en reporteros y editores de publicaciones como el New York Times, el Washington Post, Newsweek, Time, y de la abrumadora mayoría de los demás periódicos y revistas de noticias. Es el marco intelectual de sus estudiantes que ahora son comentaristas y editores de prácticamente todas las principales redes de televisión, como CBS, NBC, ABC y CNN [[9]]. Y es este marco intelectual dentro del cual los medios de comunicación intentan ahora comprender e informar sobre nuestra crisis financiera.

En su opinión, el ‘laissez-faire’ del capitalismo y la libertad económica son una fórmula de injusticia y caos, mientras que el gobierno es la voz y el agente de la justicia y de la racionalidad en los asuntos económicos. Por lo tanto, tienen tan firmemente arraigada esta creencia, que cuando ven lo que ellos piensan que es evidencia de injusticia y caos a gran escala en el sistema económico, como ha existido en la actual crisis financiera, automáticamente presumen que es el resultado de la búsqueda del beneficio propio y que la libertad económica hace que esa búsqueda sea posible. Habida cuenta de esta actitud fundamental, el principio que guía a los así llamados periodistas contemporáneos es que su trabajo es encontrar a los empresarios y capitalistas que son responsables de tal maldad y a los funcionarios gubernamentales que les permiten cometerla y, por último, identificar y apoyar las políticas de intervención y control del gobierno que supuestamente eliminarán el mal y evitarán que se repita en el futuro.

Su miedo y odio a la libertad económica y al ‘laissez-faire’ del capitalismo, y su necesidad de poder denunciarlos como la causa de todos los males económicos, es tan grande que pretenden para sí mismos y para su público que eso es lo que existe en el mundo de hoy, cuando claramente no existe ni siquiera remotamente. Al hacer la afirmación de que el ‘laissez-faire’ existe y que es el responsable del problema, son capaces de activar toda la fuerza de su odio por la libertad económica real y el ‘laissez-faire’ del capitalismo, contra todas y cada una de las migajas de libertad económica que de alguna manera alcanzan a sobrevivir y que ellos deciden convertir en su blanco. Esa migaja, proyectan, es parte integrante de la inanición de los trabajadores en la explotación inhumana de la mano de obra que, en su ignorancia, dan por sentado que es impuesta por los capitalistas bajo el ‘laissez faire’. Su audiencia, con el cerebro lavado, también producto del sistema educativo contemporáneo, como ellos mismos, rápidamente sigue el ejemplo y cede ante sus insinuaciones insensatas de odio.

El resultado se resume en palabras, como las que aparecieron en uno de los mismos artículos del New York Times que he citado anteriormente:

"Ahora sentimos ira colectiva, asco, por todo nuestro sistema financiero y es obvio que vamos a tener una reacción de reglamentación” [con] efecto sobre otros sectores porque los votantes tienen la percepción de que "las grandes empresas son animales salvajes y es necesario que los encierren en sus jaulas” [[10]].

De esta manera los enemigos del capitalismo y de la libertad económica pueden proceder con su campaña de destrucción y devastación económica. Usan la acusación de ‘laissez faire’ como una especie de palanca para aumentar el poder del gobierno.

Por ejemplo, a principios de los años 1930 acusaron al Presidente Hoover de seguir una política de ‘laissez-faire’, aún cuando intervino en el sistema económico para evitar la caída en las tasas de salarios que era esencial para impedir que una reducción de la demanda de mano de obra resultara en desempleo masivo. Sobre la base de un desempleo masivo que entonces resultó de la intervención de Hoover, la cual lograron retratar como de ‘laissez faire’, engañaron al país al apoyar la más masiva de las intervenciones, la del New Deal.

Hoy en día, siguen jugando el mismo juego. Siempre es el ‘laissez-faire’ lo que denuncian, y cuyas presuntas fallas reclaman que hay que superar con más regulaciones y controles gubernamentales. Hoy en día, las masivas intervenciones, no sólo la del New Deal, sino también la del Fair Deal, la de la Nueva Frontera, la de la Gran Sociedad, y la de todas las administraciones desde entonces, se han añadido a intervenciones muy importantes que aún existían en el decenio de 1920 y a las cuales Hoover contribuyó muy sustancialmente. Y, sin embargo, supuestamente todavía tenemos ‘laissez-faire’. Parece que siempre que alguien lograba moverse o inclusive respirar sin estar bajo el control del gobierno, era porque el ‘laissez-faire’ supuestamente seguía existiendo, lo cual sirvió para que fueran necesarios aún más controles gubernamentales.

El lógico final de este proceso es que, algún día, todos terminemos encadenados a una pared, o por lo menos nos veamos obligados a hacer algo comparable a vivir en un código postal que coincida con nuestro número del seguro social. Entonces, el gobierno sabrá quién es cada persona, de donde es, y tal individuo que no podrá hacer absolutamente nada sin la aprobación y el permiso gubernamental. Y entonces el mundo estará a salvo de cualquier intento de hacer algo que le beneficie y, por ende, que supuestamente perjudique a los demás. En ese momento, el mundo disfrutará toda la prosperidad que proviene de una parálisis total.

George Reisman, Ph.D. es autor de Capitalism: Un Tratado en Economía. (Una réplica PDF del libro completo se puede descargar al disco duro del lector, simplemente haciendo clic en el título del libro, inmediatamente anterior y, a continuación, guardando el archivo cuando aparezca en la pantalla.)

Dr Reisman es Profesor Emérito de Economía de la Universidad de Pepperdine.

Copyright © 2008 George Reisman.

Todos los derechos reservados.

 



[2] Steve Lohr, "La Intervención es Audaz, pero Tiene una Base en la Historia", 14 de octubre de 2008, p. A14.

[3] Jackie Calmes, "Ambas Caras del Pasillo Ven Más Regulación", 14 de octubre de 2008, p. A15.

[4] Landon Thomas Jr y Julia Werdigier", Gran Bretaña Toma una Ruta Diferente para Rescatar sus Bancos", 9 de octubre de 2007, p. B7.

[5] Llego a estas cifras calculando el total de los depósitos en cuentas de cheques entre enero de 2001 y agosto de 2008 así como la suma de las contenidas en el M1, las cuentas "sweep" compiladas por el Banco de la Reserva Federal de St Louis, y los depósitos de fondos mutuos del mercado monetario, tanto minoristas como institucionales. A partir de los respectivos totales yo resto el total de las reservas de los bancos en las mismas fechas. Luego resto el resultado para el año 2001 del de 2008 y divido la diferencia por la suma calculada para el año 2001.

Devil Si la creación de dinero en cuentas de chequeras en exceso de las existencias de moneda corriente es en realidad un intento de trampa, como ya he descrito anteriormente, se deduce que en un mercado libre realmente se requiere una reserva del 100 por ciento.

[7] Joe Nocera, "No deberíamos rescatar la vivienda?" 18 de octubre de 2008, p. B1.

Music David Streitfeld y Gretchen Morgenson, "The Reckoning, Construyendo Sueños Americanos Defectuosos", 19 de octubre de 2008, p. A26.

[9] Para una refutación de todos los aspectos de este marco intelectual, véase George Reisman, Capitalism: Un Tratado de Economía (Ottawa, Illinois: Jameson Books, 1996), capítulos 11, 14, y passim.

[10] Jackie Calmes, loc. cit.

 

Falacias de la Teoría de los Bienes Públicos y la Producción de Seguridad

Por Hans-Hermann Hoppe

Reproducido de The Economics and Ethics of Private Property, Kluwer Academic Press, Norwell, Mass., 1993. Autorizaci6n otorgada por el autor para traducir y publicar en Libertas.

En 1849, cuando el liberalismo clásico era todavía la ideología predominante y los términos "economista" y "socialista" se consideraban (con razón) antónimos, Gustave de Molinari, prestigioso economista belga, escribió: "Si existe en economía política una verdad bien fundamentada, es ésta: En todos los casos, sean cuales fueren los bienes que satisfacen las necesidades materiales e inmateriales del consumidor, lo que más le conviene a este es que el trabajo y el comercio se desarrollen en libertad, porque esto tiene como consecuencia necesaria y permanente la máxima disminución del precio. Y ésta: Sea cual fuere el bien de que se trate, el interés del consumidor debe prevalecer siempre por sobre los intereses del productor. La observación de estos principios lleva a esta rigurosa conclusión: Que la producción de seguridad debe someterse a la ley de la libre competencia, en interés de los consumidores de este bien intangible. Por consiguiente: Ningún gobierno tiene el derecho de evitar que otro gobierno entre en competencia con él o de exigir a los consumidores de seguridad que acudan exclusivamente a él en procura de este bien"[1]. Y, con respecto a la totalidad de la argumentación, agrega: "Si esto no es lógico y verdadero, los principios sobre los cuales se basa la ciencia económica carecen de valide."[2]

Aparentemente, sólo hay un modo de rehuir esta desagradable conclusión (así, por lo menos, la consideran todos los socialistas): sostener que existen determinados bienes a los cuales no se aplica este razonamiento general, por ciertas razones especiales. Y esto es lo que han decidido probar los denominados teóricos de los bienes públicos[3]. Sin embargo, demostraré que en realidad no existen bienes ni razones especiales, y que la producción de seguridad no plantea un problema diferente del de la producción de cualquier otro bien o servicio, ya se trate de casas, quesos o seguros. Toda la teoría de los bienes públicos, pese a sus numerosos seguidores, es defectuosa, plagada de razonamientos rimbombantes, incoherencias internas y falsas conclusiones, apela a los prejuicios populares y a las creencias aceptadas y se sirve de ellas, pero no posee ningún mérito científico.[4]

Entonces, ¿qué nos ofrece el camino que los economistas socialistas han hallado para escapar de las conclusiones de Molinari? Desde los tiempos de Molinari, la pregunta de si existen bienes a los que pueden aplicarse distintos análisis económicos ha recibido, con creciente frecuencia, una respuesta afirmativa. En realidad, es casi imposible encontrar un solo texto de economía contemporáneo que no destaque la importancia vital de distinguir entre bienes privados, para los cuales se acepta en general la superioridad del orden de producción capitalista, y bienes públicos, en cuyo caso se la niega. [5] Se afirma que ciertos bienes o servicios —entre los que se cuenta la seguridad— poseen la especial característica de que no están limitados a quienes realmente han pagado por ellos. Por el contrario, pueden disfrutarlos aun las personas que no han participado en su financiación. Se los denomina bienes o servicios públicos, en contraste con los bienes o servicios privados, que benefician exclusivamente a los que los han pagado. Y se aduce que esta característica especial de los bienes públicos es la que determina que los mercados no los produzcan, o por lo menos no en la cantidad o con la calidad suficientes, por lo cual se necesita la acción compensadora del estad. Devil

Los ejemplos que ofrecen diferentes autores acerca de los presuntos bienes públicos varían muchísimo. A menudo clasifican de manera diferente el mismo bien o servicio, lo que hace que ninguna clasificación de un bien particular sea irrefutable; esto prefigura claramente el carácter ilusorio de toda la diferenciación. [7] Hay, sin embargo, algunos ejemplos de bienes públicos que gozan de particular aceptación entre el público, como el cuerpo de bomberos, que al apagar un incendio evitan que la casa del vecino sea alcanzada por el fuego, con lo cual éste se beneficia aunque no haya contribuido en absoluto a financiarlo; o la policía, que patrulla las inmediaciones de mi casa e impide así que los ladrones entren en la de al lado, aunque su dueño no coopera para el mantenimiento de ese servicio; o el ejemplo del faro, uno de los preferidos por los economista, Music que ayuda al barco a hallar su ruta aunque el dueño de éste no haya aportado nada para su construcción o conservación.

Antes de continuar con la presentación y el examen crítico de la teoría de los bienes públicos, investiguemos hasta qué punto resulta útil la distinción entre bienes privados y públicos para ayudar a decidir cuáles deben ser producidos en forma privada y cuáles por el estado, o con ayuda de éste. Ni siquiera el análisis más superficial podría dejar de señalar que si se utiliza el supuesto criterio de no exclusión, en lugar de encontrar una solución razonable, se originarían grandes dificultades. Por lo menos a primera vista parecería que algunos de los bienes y servicios provistos por el estado podrían calificarse verdaderamente como bienes públicos, pero no se ve con claridad cuántos de ellos, cuya producción está realmente a cargo de aquél, pueden incluirse en esa categoría. Los ferrocarriles, los servicios postales, los teléfonos, las calles y otros por el estilo, parecen ser bienes cuyo uso puede ser limitado a las personas que los financian, por lo cual se manifiestan como bienes privados. Lo mismo puede decirse sobre muchos aspectos de un bien tan polifacético como la "seguridad": cualquier cosa pasible de ser asegurada puede calificarse como un bien privado. Con todo, esto no basta, ya que, así como hay un sinnúmero de bienes provistos por el estado que parecen ser en realidad privados, también existen muchos, producidos en forma privada, que podrían incluirse en la clase de los bienes públicos. Es obvio que mis vecinos pueden disfrutar contemplando los rosales de mi jardín, con lo cual se benefician sin haberme ayudado jamás a cuidarlos. Lo mismo puede decirse de todas las mejoras que yo haya hecho en mi propiedad, que al mismo tiempo han aumentado el valor de las aledañas. La actuación de un músico callejero proporciona placer incluso a aquellos que no depositan una moneda en su gorra. Los pasajeros que viajan conmigo en el ómnibus no me han ayudado a comprar mi desodorante. Y todos aquellos que se relacionan conmigo son beneficiarios de los esfuerzos que he realizado, sin su aporte económico, para convertirme en una persona digna de aprecio. Entonces, todos estos bienes que poseen evidentemente características de bienes públicos —los rosales de mi jardín, las mejoras en mi propiedad, la música callejera, el desodorante, el perfeccionamiento personal—, ¿deben ser provistos por el estado, o con ayuda de éste?

Todos estos ejemplos indican que hay un serio error en la teoría según la cual los bienes públicos no pueden ser producidos en forma privada sino que requieren la intervención del estado. Es obvio que el mercado puede producirlos. Más aun, la evidencia histórica demuestra que todos los denominados bienes públicos cuya producción está ahora a cargo del estado fueron en otros tiempos provistos por la empresa privada, y aún lo son hoy en día en algunos países. Por ejemplo, los servicios postales se financiaban en forma privada prácticamente en todas partes; las calles eran privadas (todavía siguen siéndolo en algunos lugares); hasta los famosos faros fueron antaño fruto de la iniciativa privada; [9] existen fuerzas de policía, detectives y árbitros privados, y tradicionalmente las organizaciones caritativas privadas han velado por los enfermos, los pobres, los ancianos, los huérfanos y las viudas. Por lo tanto, la experiencia desmiente una y cien veces que todas esas cosas no puedan producirse en un sistema de mercado.

Además, surgen otras dificultades cuando se utiliza la distinción entre bienes públicos y privados para decidir qué es lo que se deja librado al mercado. Por ejemplo, ¿qué pasaría si la producción de bienes públicos tuviera consecuencias negativas, y no positivas, para otras personas, o si las consecuencias fueran positivas para algunos y negativas para otros? ¿Qué pasaría si el vecino cuya casa se salvó del fuego por la intervención de los bomberos que yo contribuí a financiar hubiese deseado que se quemara (tal vez porque estaba asegurada en una suma importante); o si mis vecinos detestaran las rosas o los que viajan conmigo en el ómnibus encontraran desagradable el perfume de mi desodorante? Además, los cambios tecnológicos pueden modificar el carácter de un bien determinado. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el desarrollo de la televisión por cable, que ha transformado en privado un bien que antes era (aparentemente) público. Las modificaciones en las leyes que rigen la propiedad —la asignación de la propiedad— pueden tener un efecto similar al cambiar el carácter de un bien público o privado. Por ejemplo, el faro sólo es un bien público en la medida en que el mar en el que se encuentra es de propiedad pública (y no privada). Pero si se permitiera la privatización de algunos sectores del océano, tal como sucedería en un sistema puramente capitalista, sin duda sería posible excluir de los beneficios que proporciona el faro a los que no pagaran por ellos, porque su luz tiene un alcance limitado.

Dejemos este nivel de análisis un tanto superficial y examinemos con más detalle la distinción entre bienes públicos y privados; descubriremos así que resulta ser totalmente ilusoria. La causa fundamental de que haya tanto desacuerdo en cuanto a la clasificación de un bien dado es que no existe una dicotomía inequívoca. Todos los bienes son más o menos privados o públicos, y el grado en que lo son puede cambiar —de hecho, lo hace constantemente— según se van modificando los valores y las evaluaciones de las personas y va cambiando la composición de la población. Para reconocer que los bienes no pueden ser incluidos de una vez y para siempre en una u otra categoría, sólo hay que recordar qué es lo que convierte a una cosa en un bien. Para que lo sea, alguien tiene que considerarlo escaso y tratarlo como tal. Esto significa que una cosa no es un bien en sí misma, sino que sólo lo es para alguien. Únicamente adquiere la condición de bien si una persona la evalúa subjetivamente como tal. De esto se desprende que, si las cosas nunca son bienes en sí mismas —si su condición de bienes económicos no puede determinarse por un análisis fisicoquímico—, es obvio que no existe un criterio invariable para clasificar un bien como privado o público. Los bienes nunca pueden ser una cosa u otra en sí mismos. Su carácter público o privado depende de cuántas o cuán pocas personas los consideren como bienes, y el grado en que son públicos o privados varía a medida que lo hacen las evaluaciones y va desde uno hasta el infinito. Aun aquellas cosas que, al parecer, son absolutamente privadas, como el interior de mi departamento o el color de mis prendas íntimas, pueden convertirse en bienes públicos si despiertan el interés de alguien.[10] Y a la inversa, bienes aparentemente públicos, como la fachada de mi casa o el color de mi overol, pueden llegar a ser muy privados apenas otras personas dejan de interesarse por ellos. Además, las características de un bien pueden cambiar una y otra vez; incluso puede dejar de ser un bien, público o privado, para convertirse en un mal, público o privado, o viceversa; esto sólo depende de cómo cambien las consideraciones acerca de él. Siendo así, no es posible basar ninguna decisión sobre la clasificación de un bien como público o privado.[11] En realidad, para hacerlo sería necesario preguntar virtualmente a cada persona si le interesa o no cada uno de los bienes en particular —en forma positiva o negativa, e incluso hasta qué punto—, para determinar quién se beneficiaría con qué y, en consecuencia, quién participaría en la financiación del bien. (¿Y cómo saber si dicen la verdad?) También sería necesario controlar permanentemente los cambios que se producen en las evaluaciones, con lo cual jamás se podría tomar una decisión definitiva con respecto a la producción de nada, y como resultado de esta teoría sin sentido estaríamos todos muertos desde hace mucho tiempo.[12]

Pero aun si pasáramos por alto todas estas dificultades y admitiéramos, en beneficio del argumento, que la distinción entre bienes públicos y privados es aplicable al agua, aquél no probaría lo que supuestamente debe probar. No proporciona razones concluyentes de por qué los bienes públicos —suponiendo que existan como una categoría separada de bienes— deberían ser producidos en modo alguno, ni de por qué debería producirlos el estado y no la empresa privada. La teoría de los bienes públicos, introduciendo la distinción conceptual referida, dice en esencia esto: El hecho de que los bienes públicos tengan efectos positivos para las personas que no contribuyen en absoluto a producirlos o financiarlos demuestra que dichos bienes son deseables. Pero es evidente que no serían producidos en un mercado libre y competitivo, o por lo menos no en cantidad y calidad suficientes, porque ninguno de los que se beneficiarían con su producción contribuiría económicamente a ella. Por lo tanto, para que sea posible producir esos bienes (que, aunque evidentemente deseables, no serían producidos de otro modo) el estado debe intervenir y prestar su ayuda. Un razonamiento como éste, que puede encontrarse en casi todos los textos de economía (incluso en los de algunos laureados con el premio Nobel)[13], es totalmente erróneo, y lo es en dos aspectos.

En primer lugar, para llegar a la conclusión de que el estado debe proveer bienes públicos que de otro modo no se producirían es preciso introducir una norma de contrabando en la cadena de razonamientos, porque si no, partiendo de la afirmación de que algunos bienes, por ciertas características especiales que poseen, no serían producidos, no podría inferirse jamás que deberían serlo. Pero al introducir esta norma para justificar su conclusión, los teóricos de los bienes públicos han traspasado los límites de la economía como ciencia positiva, wertfei, para entrar en el ámbito de la moral o de la ética; en consecuencia, podría esperarse que enunciaran una teoría de la ética como disciplina cognoscitiva, para legitimar lo que están haciendo y extraer su conclusión de manera justificada. Sin embargo, nunca se podrá destacar lo suficiente el hecho de que en toda la bibliografía existente acerca de los bienes públicos no hay una sola mención de algo que se parezca siquiera vagamente a una teoría cognoscitiva de la ética. [14] Por eso, es necesario aclarar desde el vamos que los teóricos de los bienes públicos están haciendo un mal uso del prestigio que podrían tener como economistas positivos por sus pronunciamientos respecto de temas en los cuales, como sus propios trabajos lo indican, carecen en absoluto de autoridad. ¿Es que, quizá, dieron accidentalmente con algo correcto, sin fundamentarlo en una teoría moral elaborada? Se hace evidente que nada podría estar más lejos de la verdad apenas se pronuncia en forma explícita la norma necesaria para llegar a la conclusión de que el estado debe ayudar a proveer bienes públicos. La norma es ésta: Toda vez que se demuestre de algún modo que la producción de un bien o servicio particular tiene un efecto positivo sobre alguien, pero no se lo puede producir en absoluto, o no se lo puede producir en una cantidad o con una calidad definida a menos que ciertas personas participen en su financiación, está permitido ejercer violencia contra ellas, sea en forma directa o indirectamente con la ayuda del estado, y esas personas deben ser compelidas a compartir las obligaciones financieras necesarias. No hace falta aclarar que la implementación de esta regla conduciría al caos, porque equivale a decir que cualquiera puede atacar a otro cuando le parezca. Más aun, como lo he demostrado en detalle en otro trabajo [15], esta norma nunca puede ser considerada como justa. Este tipo de razonamiento, en realidad todo razonamiento, en favor o en contra de cualquier posición, sea ésta moral o no, sea empírica o lógico–analítica, debe dar por sentado que, a la inversa de lo que dice realmente la norma, queda asegurada la integridad de cada individuo como una unidad físicamente independiente para la toma de decisiones. Sólo se puede afirmar algo, y después llegar a un posible acuerdo o desacuerdo al respecto, si cada uno está libre de agresión física por parte de otro. Por lo tanto, el principio de no agresión es la precondición necesaria para el debate y el posible acuerdo y por eso se lo debe defender racionalmente como una norma justa por medio de un raciocinio a priori.

Pero el razonamiento defectuoso que implica la teoría de los bienes públicos no es la única causa de su fracaso. Incluso el raciocinio utilitario, económico, contenido en el argumento es evidentemente erróneo. Bien podría ser que, como lo sostiene la teoría, fuera mejor tener bienes públicos que no tenerlos, aunque no debemos olvidar que no existe una razón a priori por la cual deba ser necesariamente así (en tal caso, el razonamiento de los teóricos de los bienes públicos terminaría aquí mismo). Es muy posible (en realidad es un hecho comprobado) que existan anarquistas cuyo rechazo por la acción estatal llegue a tal punto que prefieran no tener los denominados bienes públicos a tenerlos provistos por el estado.[16] Sea como fuere, aun si aceptamos el argumento hasta este punto, una cosa es afirmar que los bienes públicos son convenientes y otra muy distinta sostener que, por lo tanto, debe proveerlos el estado; esto no es convincente en absoluto, ya que la elección que se nos plantea no es ésta. En vista de que es preciso retirar dinero u otros recursos de posibles usos alternativos para financiar bienes públicos que supuestamente son convenientes, la única pregunta pertinente y apropiada es si estos usos alternativos que se habrían dado al dinero (es decir, los bienes privados que se habrían podido adquirir pero que ya no es posible comprar porque el dinero se gastó en bienes públicos) son más valiosos —más urgentes— que los bienes públicos. Y la respuesta a esta pregunta es bien clara. Desde el punto de vista del consumidor, por alto que sea el nivel absoluto de los bienes públicos, su valor es relativamente más bajo que el de los bienes privados que compiten con ellos, porque si los consumidores pudieran elegir libremente (en lugar de que se les imponga una alternativa), por supuesto habrían preferido gastar de otro modo su dinero (de lo contrario no habría sido necesario usar la fuerza). Esto demuestra, más allá de toda duda, que los recursos empleados en la provisión de bienes públicos se malgastan, porque lo que se provee a los consumidores es, a lo sumo, bienes y servicios de importancia secundaria. En resumen, aun asumiendo que existiesen bienes públicos claramente distinguibles de los privados, y si se pudiera garantizar la utilidad de determinado bien, los bienes públicos deberían competir con los privados. Existe un solo método para descubrir si son más necesarios —urgentes— o no, y hasta qué punto o, mutatis mutandis, si se los debe producir a expensas de no producir, o producir en menor cantidad, bienes privados más urgentes, y hasta qué punto: permitiendo que todas las cosas sean provistas mediante la libre competencia entre empresas privadas. De ahí que, contrariamente a lo que afirman los teóricos de los bienes públicos, la lógica nos obliga a aceptar la conclusión de que sólo un sistema de mercado libre puede salvaguardar la racionalidad, desde el punto de vista de los consumidores, de la decisión de producir un bien público. Y sólo en un orden puramente capitalista se puede asegurar que la decisión acerca de la cantidad que se debe producir (si es que se debe producir algo) será también racional. [17] Para que el resultado fuese diferente haría falta una revolución semántica de características verdaderamente orwellianas. Los teóricos de los bienes públicos sólo podrían "demostrar" lo que afirman si se interpretara que cuando alguien dice "no", en realidad quiere decir "si", que cuando una persona "no compra una cosa" es porque la prefiere a cualquier otra, que la "violencia" realmente significa "libertad", que "no hacer un contrato" implica "contratar", etcétera". [18] Pero en este caso, ¿cómo podríamos estar seguros de que realmente quieren decir lo que parecen decir cuando dicen lo que dicen y no quieren significar exactamente lo contrario, o incluso dicen algo que tiene un sentido definido pero no hacen otra cosa que parlotear? El caso es que no podemos saberlo. En consecuencia, M. N. Rothbard está totalmente en lo cierto al hablar de los esfuerzos que hacen los ideólogos de los bienes públicos para probar la existencia de lo que denominan fallas del mercado debido a la falta de producción de bienes públicos, o a una producción cuantitativa o cualitativamente "deficiente" de éstos. Escribe que "un punto de vista como éste interpreta de manera incorrecta la aseveración de la ciencia económica de que la acción del mercado libre es siempre óptima. No lo es desde la perspectiva de la ética personal de un economista, sino desde la de las acciones libres, voluntarias, de todos los participantes, y porque satisface las necesidades libremente expresadas de los consumidores. Por ende, la interferencia gubernamental siempre, y de modo inevitable, alejará esa acción de su punto óptimo". [19]

En realidad, los argumentos con los que se intenta probar las fallas del mercado son claramente absurdos. Si se prescinde de la jerga técnica, lo único que demuestran es esto: un mercado no es perfecto y se caracteriza por regirse por el principio de no agresión impuesto en condiciones signadas por la escasez; de este modo, aquellos bienes o servicios que sólo podrían producirse si la agresión estuviera permitida, simplemente no se producen. Muy cierto. Ningún teórico de la economía de mercado se atrevería a negarlo. Pero, y esto es fundamental, esta "imperfección" del mercado es defendible, tanto en el aspecto moral como en el económico, mientras que las supuestas "perfecciones" de los mercados que preconizan los teóricos de los bienes públicos no lo son.[20] También es cierto que si el estado abandonara la práctica corriente de proveer bienes públicos, se producirían algunos cambios en la estructura social existente y en la distribución de la riqueza, y no hay duda de que esta reorganización acarrearía privaciones a algunas personas. Precisamente a esto se debe la resistencia de gran parte del público a una política de privatización de las funciones estatales, aunque ésta incrementaría la riqueza total a largo plazo. Sin embargo, este hecho sin duda no puede aceptarse como argumento válido para demostrar el fracaso de los mercados. Si a un hombre se le permitía golpear a otros en la cabeza y a partir de cierto momento se le impide hacerlo, lógicamente se sentirá perjudicado, pero esto no puede aceptarse como excusa válida para mantener las antiguas reglas (que lo autorizaban a golpear). Si bien ha sido afectado, esto significa que se ha sustituido un sistema en el que algunos consumidores tienen el derecho de determinar en qué casos a otros no se les permite comprar en forma voluntaria lo que desean con medios legítimamente adquiridos y de los cuales disponen, por otro en el que todos tienen igual derecho a decidir qué bienes se deben producir y en qué cantidad. Por cierto, desde la perspectiva de todos, como consumidores voluntarios, esta sustitución es preferible y beneficiosa.

La fuerza del razonamiento lógico, pues, nos lleva a aceptar la conclusión de Molinari de que, para beneficio de los consumidores, todos los bienes y servicios deben ser producidos por los mercados [21]. Es falso que haya categorías de bienes claramente diferenciables cuya existencia haría necesaria una corrección especial a la tesis general sobre la superioridad económica del capitalismo; aun si existieran, no sería posible encontrar una razón específica por la cual esos bienes públicos, supuestamente especiales, no deberían ser producidos por empresas privadas, puesto que invariablemente entran en competencia con los bienes privados. En realidad, la mayor eficiencia de los mercados en comparación con el estado en lo que respecta a un número creciente de bienes presuntamente públicos es cada vez más evidente a pesar de la propaganda de los teóricos de los bienes públicos. Nadie que hiciera un estudio serio acerca de estos temas podría negar, ante la experiencia de todos los días, que los mercados pueden producir en la actualidad servicios postales, ferrocarriles, electricidad, teléfonos, educación, dinero, caminos, etcétera, con más eficiencia que el estado, es decir, satisfaciendo mejor las preferencias de los consumidores. Sin embargo, las personas rehúyen la intervención del mercado en un sector en el cual la lógica indica que se la debe aceptar: en la producción de seguridad. Por eso, me ocuparé a partir de ahora de explicar por qué la economía capitalista tiene un funcionamiento superior en esa área; la superioridad ha quedado ya demostrada desde el punto de vista lógico, pero será más evidente cuando veamos algunos ejemplos que la experiencia aporta al análisis y consideremos este asunto como un problema por derecho propio. [22]

¿Cómo funciona un sistema de productores de seguridad no monopólicos, que compiten entre sí? Es preciso tener bien claro desde el principio que al responder a esta pregunta abandonamos la esfera del análisis puramente lógico, por lo cual las respuestas carecerán en forma inevitable del carácter apodíctico de los pronunciamientos sobre la validez de la teoría de los bienes públicos. El problema en este caso es análogo al que tendría que resolver un mercado que tuviese que dedicarse a producir hamburguesas, en especial si hasta ese momento su producción hubiera estado exclusivamente a cargo del estado y por lo tanto no hubiese experiencia previa al respecto. Sólo se pueden dar respuestas tentativas. Es posible que nadie pudiera conocer cómo es exactamente la industria de las hamburguesas: cuántas compañías competidoras debería haber, qué importancia tendría esta industria en comparación con otras, cómo serían las hamburguesas, cuántos tipos diferentes saldrían a la venta y quizá desaparecerían por falta de demanda, etcétera. Nadie conocería todas las circunstancias y los cambios que podrían influir sobre la estructura de esta industria: cambios en la demanda de los distintos grupos consumidores, en la tecnología, en los precios de los diversos bienes que la afectan en forma directa o indirecta, y así sucesivamente. Es preciso destacar que aunque la producción privada de seguridad plantea problemas similares, esto no significa que no se pueda decir nada concluyente. Partiendo de la base de que existen ciertas condiciones generales para la demanda de servicios de seguridad (y estas condiciones son el reflejo, más o menos realista, de cómo es el mundo en la actualidad), lo que podemos y debemos decir es que los diversos órdenes sociales de producción de seguridad caracterizados por tener que operar dentro de distintas limitaciones estructurales, responderán de maneras diferente.[23] Analicemos primero en detalle la producción de seguridad por el estado, de carácter monopólico, porque al menos en este caso disponemos de amplia evidencia con respecto a la validez de las conclusiones; después compararemos este sistema con el que existiría si este modo de producción fuera reemplazado por uno no monopolista. Aunque la seguridad se considere un bien público, debe competir con otros bienes en lo que respecta a la asignación de recursos. Lo que se gasta en seguridad ya no se puede gastar en otros bienes que también aumentan la satisfacción del consumidor. Además, la seguridad no es un bien único y homogéneo, sino que posee numerosos aspectos y componentes. No se limita a la prevención del crimen, al descubrimiento de los criminales y al cumplimiento forzoso de la ley, sino que también implica protección contra los rateros, los violadores, los que contaminan el ambiente, los desastres naturales, etcétera. Por otra parte, no se produce "en conjunto", sino que se la puede proveer en unidades marginales. Por añadidura, cada uno asigna una importancia diferente a la seguridad, considerada en su conjunto, y también a sus diversos aspectos, y eso depende de sus características personales, de las experiencias que haya tenido con respecto a distintos factores de inseguridad, y del tiempo y el lugar en que le toca vivir.[24] Entonces, teniendo en cuenta sobre todo el problema económico fundamental que significa la asignación de recursos escasos a fines que compiten entre sí, ¿cómo puede el estado, una organización que no se financia sólo por las contribuciones voluntarias y por la venta de sus productos, sino parcial o totalmente por medio de impuestos, decidir cuánta seguridad debe producir, en cuántos de cada uno de sus innumerables aspectos, a quién proporcionar determinada cantidad de qué producto, y dónde? Y la única respuesta posible es que no hay una manera racional de resolver este problema. Si se la considera desde el punto de vista de los consumidores, la respuesta a sus demandas de seguridad debe considerarse arbitraria. ¿Necesitamos un solo policía, o un solo juez, o cien mil? ¿Hay que pagarles $100 por mes, o $10.000? Los policías, cualquiera que sea su número, ¿deben emplear más tiempo patrullando las calles, persiguiendo ladrones o recuperando objetos robados, o buscando a aquellos que cometen delitos tales como la prostitución, el abuso de drogas o el contrabando? Y los jueces, ¿deben emplear más tiempo y energía en atender casos de divorcio, contravenciones de tránsito, raterías en negocios, o en casos de asesinato y actos perpetrados contra los monopolios? Es obvio que hay que dar alguna respuesta a estas preguntas, porque como vivimos en condiciones de escasez y nuestro mundo no es un paraíso, el tiempo y el dinero que se gasten en una cosa ya no podrán dedicarse a otra. Si bien el estado también debe dar respuesta a estas preguntas, lo hace sin sujeción alguna al criterio que rige las pérdidas y las ganancias. Por eso, su acción es arbitraria e implica necesariamente enormes desperdicios de recursos, desde el punto de vista de los consumidores. [25] Como todos sabemos, los productores de seguridad empleados por el estado producen lo que quieren, independientemente de las necesidades de los consumidores, que son muchas. En lugar de hacer lo que deben, prefieren holgazanear, y si tienen que trabajar se inclinan por las tareas más fáciles o por estar allí donde pueden sentirse poderosos, en lugar de servir a los consumidores. Los oficiales de policía se pasean en los coches patrulleros a la caza de pequeños infractores de tránsito, gastan enormes sumas de dinero en la investigación de delitos que no afectan a terceros y que si bien es cierto que desagradan a mucha gente (por ejemplo, a los que no los cometen), también lo es que pocos gastarían su dinero en combatirlos, en la medida en que no los perjudican en forma inmediata. Sin embargo, es notoria la ineficiencia de la policía, pese a los presupuestos cada vez mayores con que cuenta, con respecto a lo que los consumidores necesitan con más urgencia, a saber, la prevención de delitos graves (por ejemplo, los crímenes perpetrados contra las personas), la captura y el castigo efectivo de los criminales, la recuperación del dinero o los objetos robados y la garantía de que las víctimas serán compensadas por sus agresores.

Además, sea cual fuere el desempeño de la policía o de los jueces empleados por el estado, siempre será deficiente porque sus retribuciones son más o menos independientes de las evaluaciones de los consumidores respecto de sus servicios. La arbitrariedad y la brutalidad de la policía y la lentitud de los procesos judiciales son una consecuencia de esto. También es digno de destacarse el hecho de que ni la policía ni el sistema judicial ofrecen a los consumidores nada que se parezca a un contrato de servicio en el que conste en términos inequívocos el procedimiento que se pondrá en marcha en una situación específica. En cambio, ambos actúan en un vacío contractual que con el tiempo los lleva a cambiar en forma arbitraria sus reglas de procedimiento y que explica el hecho, verdaderamente ridículo, de que las controversias en las que participan policías y jueces, por un lado, y ciudadanos privados por el otro, no sean dirimidas por un árbitro independiente sino por otro policía u otro juez que es también parte interesada en la disputa por ser empleado del estado.

En tercer lugar, todo el que haya estado alguna vez en un departamento de policía o en un juzgado, para no hablar de las cárceles, sabe bien que los factores productivos empleados para proveer de seguridad al público están deteriorados por el uso excesivo, mal conservados y sucios. Como ninguno de los que usan esos factores productivos los posee realmente (nadie puede venderlos y apropiarse privadamente del producto de esa venta) y en consecuencia las pérdidas (y las ganancias) del valor incorporado en el capital utilizado quedan socializadas, todos tratarán de incrementar sus ingresos privados resultantes del uso de los factores a expensas de pérdidas en el valor del capital. Por eso, el costo marginal tenderá a sobrepasar cada vez más el valor del producto marginal, de lo que resultará un uso excesivo del capital. Y si se diera el caso excepcional de que esto no ocurriese y no se pusiera de manifiesto un exceso de uso del capital, esto sólo habría sido posible con costos comparativamente mucho más elevados que los de cualquier empresa privada similar. [26]

Es indudable que todos estos problemas inherentes a un sistema que tiene el monopolio de la producción de seguridad se resolverían con relativa rapidez si un mercado competitivo, con su estructura totalmente diferente concebida para incentivar a los productores, se hiciera cargo de una demanda determinada de servicios de seguridad. Esto no significa que se encontraría la solución "perfecta" al problema de la seguridad. Seguiría habiendo robos y asesinatos, y no todos los bienes robados podrían recuperarse ni sería posible capturar a todos los asesinos, pero en lo que respecta a las evaluaciones de los consumidores, la situación mejoraría en la medida en que puede mejorar siendo la naturaleza humana como es. En primer lugar, siempre que haya un sistema competitivo, es decir, siempre que los productores de servicios de seguridad dependan de las adquisiciones voluntarias (que en su gran mayoría tomarán la forma de contratos de servicio y seguro, concertados antes de que se produzca efectivamente un acto de agresión o que se manifieste una inseguridad), ningún productor podrá aumentar sus ingresos sin mejorar sus servicios o la calidad de su producto según la evaluación de los consumidores. Además, todos los productores de seguridad tomados en su conjunto no podrían afirmar la importancia de su industria particular a menos que, por cualquier razón, los consumidores empezaran a valorar la seguridad más que otros bienes, con lo cual asegurarían que la producción de seguridad no se llevaría a cabo nunca y en ningún lugar a expensas de la no producción (o de la producción reducida) de, por ejemplo, queso, como bien privado competitivo. Por añadidura, los productores de servicios de seguridad deberían diversificar sus ofrecimientos en un grado considerable, porque la demanda de sus productos por parte de millones de consumidores es muy variada. Como dependerían directamente del apoyo de éstos, si no respondieran del modo adecuado a sus necesidades, o a los cambios en esas necesidades, sufrirían inmediatamente un perjuicio financiero. Por lo tanto, cada consumidor ejercería una influencia directa, aunque pequeña, sobre la aparición o desaparición de productos en el mercado de la seguridad. Esto ofrecería un sinnúmero de servicios a cada uno, en lugar del "paquete de seguridad" uniforme que brinda el estado. Y esos servicios estarían adaptados a los distintos requerimientos de seguridad de los diferentes consumidores, según sus ocupaciones, su conducta más o menos arriesgada, sus necesidades de protección y seguros, y también sus circunstancias geográficas y la urgencia que manifiesten.

Por supuesto, esto no es todo. Los productos no sólo se diversificarían, sino que mejorarían en cuanto a cantidad y calidad. Estas empresas privadas brindarían a sus clientes una esmerada atención y desaparecerían la desidia, la arbitrariedad e incluso la brutalidad, la negligencia y la lentitud que caracterizan a la policía y al sistema judicial del estado. Los policías y los jueces dependerían del apoyo voluntario de los consumidores, por lo cual el maltrato, la descortesía y la ineptitud hacia éstos podrían costarles sus empleos. Casi seguramente se daría fin a la costumbre tan peculiar de que la conciliación de las controversias entre un cliente y una empresa se confíe invariablemente al dictamen de esta última, y los productores de seguridad encargarían la resolución a árbitros independientes. Lo que es más importante, los productores de esos servicios deberían ofrecer, con el fin de atraer y retener a los consumidores, contratos por los cuales estos pudieran saber con exactitud lo que están adquiriendo y que les permitieran plantear reclamaciones válidas, sujetas a comprobación intersubjetiva, si el desempeño real del productor de seguridad no se ajustara a lo especificado en el contrato. Más precisamente, como no se trataría de contratos de servicios individualizados en los cuales el consumidor paga para que se cubran sólo sus propios riesgos, sino más bien contratos de seguros propiamente dichos, mancomunados, a la inversa de lo que ocurre en la política estatal vigente, ya no contendrían ningún esquema redistributivo concebido adrede para favorecer a un grupo a expensas de otro. Si por otra parte, alguien considerara que el contrato que se le ofrece implica que debe pagar por los riesgos y necesidades de otras personas —por ejemplo, por factores de posible inseguridad que no estima aplicables a su caso personal—, simplemente podría rehusarse a firmarlo o dejar de pagar.

No obstante, después de todo lo dicho surge en forma inevitable un interrogante: "¿Un sistema competitivo de producción de seguridad tendría como consecuencia necesaria el conflicto social permanente, el caos y la anarquía?" Las respuestas pueden ser varias. En primer lugar, debe tenerse en cuenta que la evidencia histórica, empírica, no concuerda en absoluto con esta impresión. Antes del advenimiento del estado–nación hubo en diversos lugares sistemas judiciales competitivos (por ejemplo, en la antigua Irlanda o en los tiempos de la Liga Hanseática) y, por lo que sabemos, funcionaron bien". [27] A juzgar por los índices de criminalidad existentes en la época (crímenes per cápita), la policía privada en el Salvaje Oeste (que, entre paréntesis, no era tan salvaje como lo muestran algunas películas) era relativamente más eficaz que la policía estatal de nuestros.[28] Y si nos remitimos a la experiencia y a los ejemplos contemporáneos, incluso ahora existen millones de relaciones internacionales —comerciales y turísticas— y realmente sería una exageración decir, por ejemplo, que el fraude, el crimen y el incumplimiento de los contratos son mayores en esta esfera que en las relaciones internas de cada país. Y esto (es importante destacarlo) sin que haya un gran productor monopólico en materia de seguridad ni un legislador supremo. Por último, no debemos olvidar que en muchos países existen diversos productores de seguridad privados que actúan paralelamente al estado: investigadores privados, detectives de seguros y árbitros privados, cuyo trabajo demuestra que son más eficientes en lo que respecta a resolver los conflictos sociales que sus contrapartes públicas.

Toda esta evidencia histórica está, sin embargo, sujeta en gran medida a discusión, sobre todo respecto de si puede extraerse de ella alguna información general. Pero también existen razones sistemáticas por las cuales el temor que suscita esta cuestión carece de un fundamento válido. El establecimiento de un sistema competitivo de productores de seguridad implica, por paradójico que esto parezca, la construcción de una estructura de incentivos institucionalizada para producir un orden legal y de observancia forzosa de las leyes que entrañe el mayor grado de consenso posible con respecto a la resolución de las controversias. Esto generaría menos intranquilidad social y conflicto que las condiciones monopólicas imperantes. [29] Para entender esta paradoja es preciso considerar más a fondo la única cuestión típica que preocupa a los escépticos y los lleva a creer en la superioridad de un sistema monopólico de producción de seguridad: cuando surge un conflicto entre A y B, ambos están asegurados por compañías diferentes y éstas no pueden llegar a un acuerdo inmediato sobre la validez de las demandas opuestas que plantean sus respectivos clientes. (El problema no existiría si se alcanzara el acuerdo o si ambos clientes fueran asegurados por la misma compañía; por lo menos, esto no diferiría en absoluto de la situación emergente en condiciones de monopolio estatal). ¿Una situación semejante tendría siempre un desenlace violento? Es muy improbable que así sea. Primero, cualquier lucha violenta entre empresas conllevaría un costo y un riesgo muy altos, sobre todo si han alcanzado un prestigio considerable (como deberían tenerlo para que sus futuros clientes puedan verlas en primer lugar como garantes efectivas de su seguridad). Lo que es más importante, en un sistema competitivo, los costos de cualquier conflicto entre compañías que dependen de la continuación de los pagos voluntarios de los consumidores tendrían que recaer forzosamente sobre todos y cada uno de los clientes de ambas. Bastaría que una sola persona dejara de pagar porque no está convencida de la necesidad de una confrontación violenta en el caso particular de que se trata para que hubiese una inmediata presión económica sobre la compañía que la obligaría a buscar una solución pacífica al conflicto. [30] De ahí que cualquier productor de seguridad en un sistema competitivo debería ser muy cauto en lo que respecta a tomar medidas violentas para resolver las controversias. En lugar de hacerlo, y puesto que lo que los consumidores desean es que los litigios se resuelvan en forma pacífica, todos y cada uno de los productores de seguridad harían cuanto pudiesen para ofrecer esto a sus clientes y para establecer por anticipado, de modo que no quedasen dudas, el proceso de arbitraje al que se someterían, ellos y sus clientes, en caso de desacuerdo acerca de la evaluación de demandas incompatibles. Los clientes de las distintas compañías considerarían que un esquema semejante sólo podría funcionar si todos ellos estuvieran de acuerdo con respecto a las medidas arbitrales, por lo cual se desarrollaría naturalmente un sistema legal que regiría las relaciones entre compañías y sería aceptable para los clientes de todas las firmas competitivas, sin excepciones. Por otra parte, así aumentaría más aun la posibilidad de que se produjeran presiones económicas que generasen reglas representativas del consenso acerca del modo de dirimir las controversias. En un sistema competitivo, los árbitros independientes encargados de encontrar soluciones pacíficas a los litigios estarían supeditados al apoyo continuado de las dos compañías en disputa, puesto que cualquiera de ellas podría recurrir a un juez diferente, y por supuesto lo haría si estuviera insatisfecha con la sentencia dictada. Por lo tanto, estos jueces se sentirían presionados para encontrar soluciones (en este caso, no con respecto al procedimiento sino al contenido de la ley) que fuesen aceptables para todos los clientes de las firmas en disputa. [31] Si no era así, una compañía, o todas, podrían perder clientes, lo que las llevaría a buscar otros árbitros la próxima vez que los necesitasen. [32]

Sin embargo, ¿no sería posible que en un sistema competitivo una compañía productora de seguridad se pusiera fuera de la ley, es decir que, con el apoyo de sus propios clientes, comenzara a agredir a otras? Por supuesto, no se puede negar que tal posibilidad existe, pero digamos nuevamente que nos encontramos en la esfera de la ciencia social empírica y nadie puede saber con certeza si es así. Y sin embargo, la sugerencia tácita de que la posibilidad de que esto ocurra indica de algún modo una grave deficiencia en los fundamentos filosóficos y económicos de un orden social puramente capitalista, es falsa. [33]

Ante todo, recordemos que la existencia continuada de cualquier sistema social, no menos de un orden estatista–socialista que de una pura economía de mercado, depende de la opinión pública, y que en todo momento un estado determinado de esa opinión pública delimita lo que puede y lo que no puede ocurrir, así como lo que es más o menos probable que ocurra. Por ejemplo, el estado actual de la opinión pública en Alemania occidental hace sumamente improbable, o aun imposible, que se pueda imponer allí un sistema estatista similar al soviético. La falta de apoyo público lo condenaría al fracaso y lo destruiría. Y sería aun más improbable que un sistema de ese tipo pudiera instituirse en los Estados Unidos, dadas las características de la opinión pública en ese país. Por lo tanto, si queremos comprender correctamente el problema de las compañías que podrían situarse al margen de la ley, tenemos que formular la cuestión en estos términos: ¿Qué probabilidad existe de que un hecho semejante pueda producirse en una sociedad dada, con un estado específico de la opinión pública? La respuesta a una pregunta expresada de esta manera será diferente según las distintas sociedades. En algunas, que se caracterizan por el profundo arraigo de ideas de corte socialista, la posibilidad de que surjan compañías que lleven a cabo políticas agresivas será mayor, y en otras será mucho menos probable que esto ocurra. Pero entonces, la perspectiva de un sistema competitivo de producción de seguridad en cualquier caso dado, ¿será mejor o peor que la continuación de un sistema estatista? Veamos, por ejemplo, el caso de los Estados Unidos en el presente. Supongamos que el estado aboliera su derecho de proporcionar seguridad a cambio del pago de impuestos e introdujera un sistema de seguridad competitivo. Dado el estado actual de la opinión pública, ¿qué probabilidad existiría de que surgieran proveedores al margen de la ley, y qué sucedería en ese caso? Como es obvio, la respuesta depende de las reacciones de la gente a este cambio en la situación. Por lo tanto, lo primero que habría que replicar a quienes objetan la idea de un mercado privado en lo que respecta a la seguridad, sería: "¿Y qué va a hacer usted? ¿Cuál va a ser su reacción? ¿Su temor a las compañías que se auto-proscriben significa que entraría en tratos con un productor de seguridad que agrediera a otros y a su propiedad, y que usted seguiría apoyándolo si lo hiciera?" Por cierto, cualquier crítica sería acallada por un contraataque así. Pero más importante que esto es el desafío sistemático implícito en este contraataque personal. Es evidente que el cambio de situación descripto implicaría una transformación en la estructura de costo–beneficio que cada uno debería enfrentar una vez tomada su decisión. Antes de la introducción de un sistema competitivo de producción de seguridad, podía ser legal participar en un sistema agresivo y sustentarlo. Ahora, esa actividad se convierte en ilegal. Por lo tanto, dado que el hombre posee una conciencia que hace que las decisiones que toma sean más o menos costosas, es decir, estén más o menos en armonía con los principios personales respecto de lo que es una conducta correcta, el apoyo a una compañía que explota a aquellos que no desean secundar voluntariamente sus acciones puede ser más costoso ahora que antes. Dado que es así, se debe presumir que la cantidad de personas, entre ellas las que en otras circunstancias se habrían apresurado a apoyar al estado, dispuestas a gastar dinero para sustentar a una compañía que procede con honestidad sería cada vez mayor, e iría en aumento en todos los lugares en los que se llevara a cabo un experimento social semejante. Por el contrario, el número de aquellos que están de acuerdo con una política de explotación, en la cual unos ganan a expensas de otros, disminuiría. Por supuesto, el grado de rigurosidad de este efecto dependería del estado de la opinión pública. En el ejemplo que hemos tomado —el de los Estados Unidos, donde la teoría natural de la propiedad está ampliamente difundida y aceptada como una ética privada y la filosofía del libre albedrío es, esencialmente, la filosofía fundacional del país y la que lo ha llevado al lugar que ocupa en el mundo[34]—, el efecto es naturalmente muy acentuado. De acuerdo con esto, las compañías productoras de seguridad comprometidas con la filosofía de proteger y hacer valer la doctrina del libre albedrío atraerán la mayor parte del apoyo público y de la ayuda financiera. Y si bien es cierto que algunas personas, sobre todo las que se han beneficiado con el antiguo estado de cosas, pueden continuar respaldando una política de agresión, es muy improbable que su número y su poder financiero sean suficientes como para que lo hagan con éxito. En cambio, es casi seguro que las compañías honestas desarrollarán la fuerza necesaria —por si solas o en un esfuerzo conjunto que será apoyado por sus propios clientes voluntarios— para poner freno a la aparición de posibles productores rebeldes y destruirlos donde y cuando aparezcan. [35]

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NOTAS:

[1] G. de Molinari, "Sobre la Producción de Seguridad".

[2] Ibid., p. 4.

[3] Pueden verse varios enfoques de los teóricos de los bienes públicos: J. Buchanan y G. Tullock, The Calculus of Consent, University of Michigan Press, Ann Arbor, 1962; J. Buchanan, The Public Finances, Richard Irwin, 1970; idem, The Limits of Liberty, University of Chicago Press, Chicago, 1975; G. Tullock, Private Wants, Public Means, Basic Books, New York, 1970; M. Olson, The Logic of Collective Action, Harvard University Press, Cambridge, 1965; W. Baumol, Welfare Economics and the Theory of the State, Harvard University Press, Cambridge, 1952.

[4] Véase M. N. Rothbard, Man, Economy and State, Nash, Los Angeles, 1979, pp. 883 SS.; idem, 'The Myth of Neutral Taxation" [PDF], Cato Journal (1981); W. Block, "Free Market Transportation: Denationalizing the Roads" [PDF], Journal of Libertarian Studies (1979); idem, "Public Goods and Externalities: the Case of Roads" [PDF], Journal of Libertarian Studies (1983).

[5] Véase, por ejemplo, W. Baumol y A. Blinder, Economics. Principies and Policy, Harcourt, Brace, Jovanovich, New York, 1979, cap. 3 1.

Devil Otro criterio de uso frecuente en relación con los bienes públicos es el del "consumo no competitivo". Por lo general, ambos criterios parecen coincidir: el consumo no competitivo es posible cuando no se puede excluir a los free–riders; cuando pueden ser excluidos, pasa a ser competitivo o, por lo menos, así lo parece. Pero, como argumentan los teóricos de los bienes públicos, esta coincidencia no es perfecta. Según afirman, si bien es posible excluir a los free–riders, su inclusión no puede relacionarse con ningún costo adicional (es decir que el costo marginal de la admisión de los free-riders es igual a cero), y el consumo del bien en cuestión por los free-riders, admitidos en forma adicional, no llevara necesariamente a una disminución en el consumo del bien que se encuentra a disposición de otros. Un bien de esta naturaleza será, asimismo, un bien público. Y puesto que el mercado libre practicaría la exclusión y el bien no estaría disponible para el consumo no competitivo de quienes, en otras circunstancias, dispondrían de él -aun cuando dicho bien no tenga costos adicionales-, esto, desde el punto de vista de la lógica estatista-socialista, demostraría una falla del mercado, es decir, un nivel de consumo sub-óptimo. De ahí que la provisión de esos bienes recaiga sobre el estado. (Por ejemplo, en un cine medio vacío, la admisión de espectadores adicionales sin pagar entrada podría estar libre de costos; el hecho de que miraran la película no afectaría a los que pagaron, por lo cual se podría considerar a ésta como un bien público. Pero como el dueño del cine seguramente practicaría la exclusión, en lugar de permitir que los free-riders disfrutaran gratis de la película, los cines deberían ser nacionalizados.) Acerca de las numerosas falacias que se derivan de la definición de los bienes públicos en términos de consumo no competitivo, véanse notas 12 a 17.

[7] Acerca de este tema, véase W. Block, "Public Goods and Externalities".

Music Véase, por ejemplo, J. Buchanan, The Public Finances, p. 23; P. Samuelson, Economics, McGraw Hill, New York, 1976, p. 160.

[9] Véase R. Coase, "The Lighthouse in Economics", Journal of Law and Econornics (1974).

[10] Véase, por ejemplo, el único caso que presenta W. Block en "Public Goods and Externalities", en el cual los zoquetes se consideran bienes públicos.

[11] Digamos, para evitar cualquier malentendido, que un productor único o una asociación de productores que actúen de consuno pueden decidir, en cualquier momento, producir o no un bien sobre la base de su evaluación como público o privado. En realidad, en una economía de mercado se toman constantemente este tipo de decisiones en cuanto a la producción privada de bienes públicos. Lo que es imposible es decidir si rechazar o no el resultado de la operación de un mercado libre basándose en la evaluación del grado en el cual un bien es público o privado.

[12] Por lo tanto, introducir una distinción entre bienes públicos y privados equivaldría a volver a la era pre-subjetivista de la economía. Desde la perspectiva de la economía subjetivista ningún bien puede ser categorizado objetivamente como privado o público. Ésa es, en esencia, la razón de que también fracase el segundo criterio propuesto en relación con los bienes públicos, a saber, que permiten un consumo no competitivo (véase nota 6). Porque, ¿cómo podría un observador desinteresado determinar si la admisión de un free-rider adicional en forma gratuita no implica realmente una disminución del consumo de un bien por parte de otros? Es obvio que no puede, objetivamente, hacerlo en modo alguno. Bien podría ser que si se admitiera a demasiadas personas en un cine o en una carretera se redujera en forma considerable el placer de mirar una película o de conducir un vehículo. Nuevamente, para descubrir si es así o no, sería necesario preguntar a cada uno, y no todos estarían de acuerdo (¿y qué ocurriría en ese caso?). Además, si incluso un bien que permite un consumo no competitivo no es un bien libre, la admisión de free-riders adicionales tendría como resultado, a la larga, una verdadera "aglomeración", y por eso habría que preguntar a cada uno acerca del "margen" apropiado. Por añadidura, mi consumo del bien puede verse afectado o no según quién sea la persona admitida gratuitamente, de modo que también habría que interrogarme acerca de eso. Y por Último, cada uno podría cambiar de opinión sobre estos temas con el paso del tiempo. Por eso es tan imposible decidir si un bien es o no apropiado para su producción por parte del estado (en lugar de la empresa privada) basándose en el criterio del consumo no competitivo como sobre la base del criterio de no exclusión (véase también nota 17).

[13] Véase P. Samuelson, "The Pure Theory of Public Expenditure", Review of Economics and Statistics (1954); idem, Economics, cap. 8; M. Friedman, Capitalism and Freedom, University of Chicago Press, Chicago, 1962, cap. 2; F. A. Hayek, Law, Legislation, and Liberty, vol. 3, University of Chicago, Chicago, 1979, cap. 14.

[14] En los últimos años, los economistas, sobre todo los de la Escuela de Chicago, han manifestado un interés creciente por los derechos de propiedad (H. Demsetz, "The Exchange and Enforcement of Property Rights", Journal of Law and Economics [1964]; idem, "Toward a Theory of Property Rights", American Economic Review [1967]; R. Coase, "The Problem of Social Cost" [PDF], Journal of Law and Economics [1960]; A. Alchian, Economic Forces at Work, Liberty Fund, Indianapolis, 1977, parte 2; R. Posner, Economic Analysis of the Law, Brown and Co., Boston, 1977). Sin embargo, estos análisis no tienen nada que ver con la ética. Por el contrario, intentan sustituir el establecimiento de principios éticos justificables por consideraciones de eficiencia económica (en relación con la critica de estas tentativas, véase M. N. Rothbard, La Ética de la Libertad, Humanities Press, Atlantic Highlands, 1982, cap. 26; W. Block, "Coase and Demsetz on Private Property Rights" [PDF], Journal of Libertarian Studies [1977]; R. Dworkin, "Is Wealth a Value", Journal of Legal Studies [1980]; M. N. Rothbard, "The Myth of Effíciency" [Web], en M. Rizzo [comp.], Time, Uncertainty, and Disequilibrium, D. C. Heat, Lexington, 1979). En Última instancia, todos los argumentos sobre la eficiencia son inaplicables porque sencillamente no existe un modo que no sea arbitrario de calcular, pesar y agregar las utilidades o desutilidades que resultan de determinada asignación de derechos de propiedad. De ahí que cualquier intento de recomendar un sistema particular para asignar derechos de propiedad en función de su supuesta maximización del "bienestar social" no es más que un fraude seudocientífico (véase, en especial, M. N. Rothbard, Toward a Reconstruction of Utility and Welfare Economics [PDF], Center for Libertarian Studies, New York, Occasional Paper Series No 3, 1977; también L. Robbins, "Economics and Political Economy", American Economic Review [1981]).

El "principio de la unanimidad", que J. Buchanan y G. Tullock, siguiendo a K. Wicksell (Finanztheoretische Untersuchungen, G. Fischer, Jena, 1896), han propuesto en forma reiterada como guía para la política económica, tampoco debe confundirse con un principio ético propiamente dicho. De acuerdo con este principio, sólo pueden ejecutarse aquellos cambios en la política para los cuales exista un consenso unánime; esto, con toda seguridad, parece muy atractivo; pero también determina, mutatis mutandis, que el statu quo debe ser preservado si el consenso respecto de cualquier propuesta de cambio no alcanza la unanimidad, y esto parece mucho menos atractivo porque implica que cualquier estado de cosas dado con respecto a la asignación de derechos de propiedad debe considerarse legítimo, sea como punto de partida o como situación que debe continuar de la misma manera. Sin embargo, los teóricos de los bienes públicos no ofrecen ninguna justificación de esta audaz exigencia, en términos de una teoría normativa de los derechos de propiedad, cuando se les solicita que lo hagan, por lo cual el principio de la unanimidad carece, en última instancia, de fundamentación ética. En realidad, el principio favorito de los seguidores de Buchanan resulta enteramente absurdo como criterio moral, porque reconoce legitimidad a cualquier statu quo posible (véase también, acerca de esto, M. N. Rothbard, La Ética de la Libertad, cap. 26; idem, "The Myth of Neutral Taxation" [PDF], p. 549 s.).

Buchanan y Tullock, de nuevo siguiendo a Wicksell, liquidan lo que pueda haber quedado del principio de unanimidad reduciéndolo, efectivamente, a un principio de unanimidad "relativa" o "cuasi-unanimidad".

[15] H. H. Hoppe, "From the Economics of Laissez Faire to the Ethics of Libertarianism". En: W. Block y L. Rockwell (comps.), Man, Economy and Liberty: Essays in Honor of Murray N. Rothbard, The Ludwig von Mises Institute, Aubum University, Aubum, Ala., 1988; infra, cap. 8.

[16] Acerca de este argumento véase M. N. Rothbard, "The Myth of Neutral Taxation", p. 533. Entre paréntesis, la existencia de un solo anarquista también invalida todas las referencias al óptimo de Pareto como criterio para la acción estatal económicamente legítima.

[17] En esencia, el mismo razonamiento que nos lleva a rechazar la teoría socialista-estatista, cuyo fundamento es el carácter supuestamente Único de los bienes públicos de acuerdo con el criterio de no exclusión, se aplica también en el caso en el cual estos bienes se definen mediante el criterio de consumo no competitivo (véanse notas 6 y 12). En primer lugar, para inferir, a partir de la aseveración de que los bienes que permiten un consumo no competitivo no tendrían que ser ofrecidos en un mercado libre a tantos consumidores como fuese posible, el enunciado normativo de que deberían ser ofrecidos de ese modo, esta teoría enfrenta exactamente el mismo problema, a saber, necesita una ética que la justifique. Además, el razonamiento utilitario también es evidentemente absurdo. Los teóricos de los bienes públicos argumentan que la práctica del mercado libre, en el sentido de excluir a los free-riders del uso de aquellos bienes que permiten un consumo no competitivo con un costo marginal igual a cero, indica un nivel sub-óptimo de bienestar social y por lo tanto se requiere la acción compensatoria del estado; este razonamiento es defectuoso, en dos aspectos relacionados. En primer lugar, el costo es una categoría subjetiva y jamás puede ser calculado objetivamente por un observador externo. Por eso, es de todo punto inaceptable alegar que habría que admitir free-riders adicionales sin costo alguno. En realidad, si la admisión de más consumidores en forma gratuita tuviese verdaderamente un costo subjetivo igual a cero, el productor privado del bien en cuestión la permitiría. El hecho de que no lo haga revela que para él el costo no equivale a cero. Esto puede deberse a que él piensa que si los admitiera disminuiría la satisfacción que pueden obtener otros consumidores y así tendería a rebajar el precio de su producto; o, simplemente, a que le disgustan los free-riders; es lo que pasa, por ejemplo, cuando yo me opongo a admitir en mi living, que no está totalmente lleno de gente, a varias personas a quienes no he invitado para que hagan de él un consumo no competitivo. De todos modos, como no se puede presuponer que el costo es igual a cero, sea cual fuere la razón de ello, es ilógico hablar de una falla del mercado cuando ciertos bienes no se distribuyen sin cargo. Por otra parte, si se acepta la recomendación de los teóricos de los bienes públicos en el sentido de dejar que el estado provea en forma gratuita los bienes cuyo consumo es supuestamente no competitivo, las pérdidas de bienestar serán, sin duda, inevitables. El estado, que no depende de las adquisiciones voluntarias de los consumidores, además de cumplir la insuperable tarea de determinar qué bienes satisfacen este criterio, debe primero enfrentar y resolver el problema, también insoluble, de decidir racionalmente qué cantidad del bien público va a proveer. Es obvio que, como ni siquiera los bienes públicos son libres, sino que están sujetos a "aglomeración" en cierta etapa de su uso, no hay un punto en el cual el estado pueda detener su producción, porque cualquiera que sea el nivel de la oferta, habrá usuarios que quedarán excluidos y que, si la oferta fuera mayor, podrían convertirse en free-riders. Ahora bien, incluso si se pudiera resolver milagrosamente este problema, de todos modos el costo (necesariamente inflado) de producción y operación de los bienes públicos distribuidos en forma gratuita para un consumo no competitivo, tendría que pagarse por medio de impuestos. Y este hecho, es decir, que los consumidores han sido obligados a disfrutar de esos bienes como free-riders, demuestra nuevamente más allá de toda duda que el valor de estos bienes públicos también es inferior, desde la perspectiva de los consumidores, al de los bienes privados que compiten con ellos y que ya no es posible adquirir.

[18] Entre los modernos representantes del lenguaje ambiguo orwelliano los más importantes son J. Buchanan y G. Tullock (sus obras se citan en la nota 3). Afirman que el gobierno se basa en un "contrato constitucional" en el cual cada uno está "conceptualmente de acuerdo" en someterse a los poderes coercitivos de aquél con la condición de que todos los demás lo hagan también. Según esto, el gobierno, aparentemente coercitivo, en realidad sería voluntario. A este curioso argumento se le pueden oponer varias objeciones obvias. En primer lugar, no hay evidencia empírica de que alguna constitución haya sido aceptada en forma voluntaria por cada uno de los interesados. Peor aun, la sola idea de que todas las personas se obliguen voluntariamente es inconcebible, asi como lo es negar el principio de contradicción. Porque si la coerción aceptada libremente es voluntaria, tendría que ser posible revocar la propia sujeción a la constitución, con lo cual el estado no seria muy diferente de un club al que uno se asocia espontáneamente. Pero si no se tiene "el derecho de no hacer caso del estado" -por supuesto, nadie lo tiene, y esto es lo que distingue al estado de un club-, entonces es lógicamente inadmisible pretender que la aceptación del poder coercitivo del estado es voluntaria. Además, incluso si lo fuera, el contrato constitucional no podría obligar a nadie, excepto a los signatarios originales de la constitución.

¿Cómo pueden Buchanan y Tullock manifestar ideas tan absurdas? Utilizando un truco semántica. Aquello que en el lenguaje pre-orwelliano era "inconcebible" o un "desacuerdo", es para ellos "algo conceptualmente posible" o un "acuerdo conceptual". En J. Buchanan, "A Contractarian Perspective of Anarchy", en Freedom in Constitutional Contract, Texas A. & M. University Press, College Station, 1977, puede verse un breve ejercicio, muy instructivo, acerca de este tipo de razonamiento "a saltos". Aquí nos enteramos (p. 17) de que incluso la aceptación de un límite de velocidad de 55 mph es posiblemente voluntaria (Buchanan no está totalmente seguro de ello), porque en ultima instancia depende de que todos nosotros aceptemos voluntariamente la constitución, y de que Buchanan no es un verdadero estatista sino, en realidad, un anarquista (p. 11).

[19] M. N. Rothbard, Man, Economy, and State, p. 887.

[20] Se debe tener esto en mente, ante todo, cuando hay que evaluar la validez de argumentos que defienden el estatismo-intewencionismo, como el siguiente, que pertenece a J. M. Keynes ("The End of Laissez Faire", en Collected Writings, Macmillan, Londres, 1972, vol. IX, p. 291): "El asunto más importante que debe atender el estado no se relaciona con las actividades que desempeñan los individuos privadamente, sino con las funciones que caen fuera de la esfera individual, esas decisiones que nadie tomaría si el estado no lo hiciera. Lo importante no es que el gobierno haga, mejor o peor, las cosas que los individuos particulares ya hacen, sino que se ocupe de las que no se hacen". Este razonamiento no sólo parece falso, sino que lo es.

[21] Algunos minarquistas partidarios del libre albedrío plantean la objeción de que la existencia de un mercado presupone el reconocimiento y puesta en vigor de un cuerpo de legislación y, en consecuencia, de un gobierno que debe tener el monopolio de la justicia y hacer cumplir las leyes. (Véase, por ejemplo, J. Hospers, Libertarianism, Nash, Los Angeles, 1971; T. Machan, Human Rights and Human Liberties, Nelson-Hall, Co., Chicago, 1975.) Por cierto, es correcto que el mercado presuponga el reconocimiento y la imposición de aquellas reglas que sustentan su operación, pero esto no significa que esa tarea deba ser confiada a un organismo monopólico. El mercado también presupone, de hecho, un lenguaje común; sin embargo, no se deduciría de ello que el gobierno debe asegurar la observancia de las normas lingüísticas. Las reglas que rigen la conducta del mercado, como el sistema del lenguaje, emergen en forma espontánea y lo que las hace cumplir es la "mano invisible" del interés personal. Si no se observan las reglas comunes del lenguaje, las personas no pueden disfrutar de las ventajas de la comunicación, y si no se obedecen las normas comunes que gobiernan la conducta, es imposible recoger los mitos de la mayor productividad de una economía de intercambio basada en la división del trabajo. Además, como ya lo he indicado, independientemente de cualquier gobierno, el principio de no agresión que es el fundamento del accionar de los mercados debe defenderse a priori como justo. Además, y sobre esto volveré al exponer mi conclusión, un sistema competitivo de administración y complimiento de la ley es precisamente el que genera la mayor presión posible para elaborar y poner en ejecución normas de conducta que entrañan el grado de consenso más elevado que pueda concebirse. Y éstas son, por supuesto, aquellas que un razonamiento a priori establece como el presupuesto lógicamente necesario de la argumentación y del acuerdo argumentativo.

[22] De paso, digamos que la misma lógica que nos obliga a aceptar la idea de que la producción de seguridad por parte de la empresa privada es la mejor solución, desde el punto de vista económico, para satisfacer las preferencias del consumidor, también nos lleva a abandonar, en lo que respecta a posiciones de carácter moral o ideológico, la teoría política del liberalismo clásico y dar (a partir de ella) un paso pequeño pero no obstante decisivo hacia la teoría del libre albedrío, o anarquismo de la propiedad privada. El liberalismo clásico, cuyo mayor representante en este siglo es Ludwig von Mises, aboga por un sistema social basado en el principio de no agresión. La doctrina del libre albedrío también lo hace. Pero para el liberalismo clásico ese principio debe estar respaldado por un ente monopólico (el gobierno, el estado), es decir, por una organización que no depende exclusivamente del apoyo voluntario, contractual, de los consumidores de los respectivos servicios, sino que tiene el derecho de determinar de manera unilateral sus propios ingresos, es decir, los tributos que impondrá a aquéllos para poder cumplir su tarea en el área de la producción de seguridad. Esto, por plausible que parezca, es evidentemente incoherente. O el principio de no agresión es válido, en cuyo caso el estado como ente monopólico es inmoral, o lo es el hecho de que las transacciones estén basadas sobre la agresión y giren en tomo a ella -la agresión implica el uso de la fuerza y de medios no contractuales para adquirir recursos-, y en este caso hay que descartar la primera teoría. Es imposible sostener ambos argumentos sin caer en la incoherencia, a menos que, por supuesto, se pueda enunciar un principio más fundamental que los otros dos y del cual ambos puedan derivarse lógicamente, con las respectivas limitaciones en lo que tiene que ver con sus ámbitos de validez. Pero el liberalismo nunca enunció un principio semejante y jamás podrá hacerlo, porque para argumentar en favor de algo es preciso estar libre de la agresión. Entonces, en vista del hecho de que no se puede sostener por vía de la argumentación la validez moral del principio de no agresión sin reconocer implícitamente esa validez, la lógica nos obliga a abandonar el liberalismo y adherir, en cambio, a su vástago más radical: la doctrina del libre albedno, la filosofía del capitalismo puro, que exige que la producción de la seguridad tambien esté a cargo de la empresa privada.

[23] Acerca del problema de la producción competitiva de seguridad, véase G. de Molinari, Sobre la Producción de Seguridad; M. N. Rothbard, Power and Market, Sheed Andrews and McMeel, Kansas City, 1977, cap. 1; ídem, For a New Liberty [Web], Macmillan, New York, 1978, cap. 12; W. C. Wooldridge, Uncle Sam the Monopoly Man, Arlington House, New Rochelle, 1970, caps. 5-6; M. y L. Tannehill, The Market for Liberty, Laissez Faire Books, New York, 1984, parte 2.

[24] Véase F. Murck, Soziologie der Öffentlichen Sicherheit, Campus, Frankfurt, 1980.

[25] Sin embargo, el hecho de que el proceso de asignación de recursos se tome arbitrario si no existe un criterio respecto de las pérdidas y las ganancias, no significa que las decisiones que se deben tomar no estén sujetas a restricciones y respondan únicamente a la pura arbitrariedad. No es así, y el que las toma se mueve dentro de ciertos límites. Si, por ejemplo, la asignación de factores productivos se realiza democráticamente, es obvio que se debe apelar a la decisión de la mayoría. Pero, sea que la decisión se tome de esta manera o de otra, siempre será arbitraria desde el punto de vista de los consumidores que deciden comprar o no el producto. En lo que respecta a las asignaciones controladas de manera democrática, existen algunas deficiencias evidentes. Tal como lo dicen, por ejemplo, J. Buchanan y R. Wagner (The Consequences of Mr. Keynes, Institute of Economic Affairs, Londres, 1978, p. 19): "La competencia en el mercado es constante; para cada compra, un comprador puede elegir entre vendedores que compiten. La competencia política es intermitente; una decisión es obligatoria por un número determinado de años. La competencia del mercado permite que varios competidores puedan sobrevivir al mismo tiempo [...] en la competencia política, el resultado es todo o nada [...] en la competencia del mercado el comprador puede tener una razonable seguridad con respecto a lo que recibe a cambio. En la competencia política, en realidad compra los servicios de un agente al que no puede obligar de ninguna manera [...l. Además, como un político necesita asegurarse la cooperación de la mayoría de sus pares, para él un voto tiene un significado mucho menos limpio que el que tiene el 'voto' que se le otorga a una firma privada". (Véase también J. Buchanan, "Individual Choice in Voting and the Market", ídem, Fiscal Theory and Political Economy, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 1962; en J. Buchanan y G. Tullock, The Calculus of Consent, puede encontrarse un tratamiento más general del problema.)

Sin embargo, casi siempre se pasa por alto la deficiencia más importante (y lo hacen sobre todo quienes exaltan el hecho de que la democracia otorga el mismo valor a los votos de todos, mientras que el sistema en el cual el consumidor es el soberano permite "votos" desiguales): cuando impera la soberanía de los consumidores los votos pueden ser desiguales pero, en todo caso, aquéllos ejercen su control exclusivamente sobre las cosas que han adquirido a través de una apropiación original o de un contrato, y por lo tanto están obligados a adoptar una conducta moral. En un sistema de producción basado en la democracia, se supone que todos tienen algo que decir incluso acerca de las cosas que no han adquirido, con lo cual existe una invitación permanente no sólo a crear una inestabilidad legal, con todos sus efectos negativos sobre el proceso de formación de capital, sino, además, a actuar de manera inmoral. Acerca de esto, véase L. von Mises, Socialism [en español], Liberty Fund, Indianapolis, 198 1, cap. 31.

[26] Recapitulemos los conceptos de Molinari (Sobre la Producción de Seguridad, pp. 13-14): "Si [...] el consumidor no tiene la libertad de comprar seguridad donde le parezca mejor, veremos de inmediato cómo se ponen en acción numerosos profesionales especializados en la arbitrariedad y en la mala administración. La justicia será cada vez más lenta y costosa, la policía, ofensiva, la libertad individual dejará de ser respetada, el precio de la seguridad se elevará en forma abusiva y se la impartirá injustamente, según el poder y la influencia de una u otra clase de consumidores".

[27] Véanse las obras citadas en la nota 22; también, B. Leoni, Freedom and the Law [en castellano], Van Nostrand, Princeton, 1961; J. Peden, "Property Rights in Celtic Irish Law" [PDF], Journal of Libertarian Studies (1977).

[28] Véase T. Anderson y P. J. Hill, "The American Experiment in Anarcho-Capitalism: The Not So Wild, Wild West" [PDF], Journal of Libertarian Studies (1980).

[29] Con respecto a lo siguiente, véase H. H. Hoppe, Eigentum. Anarchie und Staat, Westdeutscher Verlag, Opladen, 1986, cap. 5.

[30] Esto ofrece un marcado contraste con la política estatal, por la cual se entablan conflictos violentos sin el apoyo voluntario de nadie, porque el estado tiene el derecho de imponer tributos; y pensemos si el riesgo de una guerra sería mayor o menor en el caso de que el ciudadano tuviera el derecho de dejar de pagar impuestos en el mismo momento en que considerara que la política estatal en materia de relaciones exteriores no es de su agrado.

[31] Nuevamente debemos hacer notar que las normas que tienen el mayor grado posible de consenso son, por supuesto, aquellas cuya validez se desprende del razonamiento y cuya aceptación, acerca de cualquier cosa que sea posible, es unánime, como ya lo hemos indicado.

[32] También en este caso puede observarse el contraste con los jueces empleados por el estado, cuyos sueldos se pagan con el producto de los impuestos y que, por lo tanto, son relativamente independientes de la satisfacción de los consumidores; por eso, pueden dictar sentencias que, como es obvio, no todos aceptan como justas; y preguntémonos si el riesgo de que no se descubriera la verdad en un caso determinado aumentaría o disminuiría si uno tuviese la posibilidad de ejercer presión económica toda vez que pensara que un juez que tal vez algún día tendría que juzgar nuestra propia causa no es lo suficientemente cuidadoso en la consideración de los hechos y en el dictamen acerca de ellos, o quizás es sencillamente un truhán.

[33] Acerca de lo que sigue, véase en particular M. N. Rothbard, For a New Liberty, pp. 233 SS.

[34] Véase B. Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution, Harvard University Press, Cambridge, 1967; J. T. Main, The Anti-Federalists: Critics of the Constitution, University of North Carolina Press, Chape1 Hill, 1961; M. N. Rothbard, Conceived in Liberty, Arlington House, New Rochelle, 1975-1979.

[35] Por supuesto, las compañías de seguros desempeñarán un papel especialmente importante en la tarea de poner un freno a la aparición de compañías infractoras de la ley. Véase M. y L. Tannehill, The Market of Liberty, pp. 11 0-1 1: "Las compañías de seguros, un sector decisivo en cualquier economía totalmente libre, tendrán un incentivo especial para disociarse de cualquier agresor y, además, para emplear toda su considerable influencia comercial para combatirlo. La violencia agresiva ocasiona pérdidas de valor, y la industria de los seguros soporta los mayores costos en estos casos. Un agresor al que no se le ponen límites es un riesgo ambulante, y ninguna compañía de seguros, por apartada que esté de su agresión original, desearía hacerse cargo del riesgo de que agrediese después a uno de sus propios clientes. Además, los agresores y quienes se asocian con ellos tienen más posibilidades de verse envueltos en situaciones de violencia y son, por lo tanto, clientes indeseables. Es probable que una compañía de seguros rehúse brindar cobertura a estas personas, por el prudente deseo de disminuir cualquier pérdida h r a que su agresión pudiese causar. Pero aunque su motivación no fuera ésta, se vería obligada a elevar drásticamente sus primas o a cancelar cualquier tipo de cobertura para evitar el riesgo adicional que implica su inclinación a la violencia. En una economía competitiva, ninguna compañía de seguros puede afrontar el riesgo de continuar cubriendo a individuos agresivos o a quienes tienen tratos con ellos, y hacer que sus clientes honestos carguen con los costos; pronto los perdería, porque preferirían firmas más honorables cuya cobertura representase un cargo menor".